La tragedia de Nadav y Avihú: cuando el fervor se vuelve ambición
La parashá de "Sheminí", en Vayikrá / Levítico 9–11, nos coloca ante un momento cumbre: el día en que el servicio en el Mishkán (Tabernáculo) se pone en marcha. Es el octavo día, un número que en la tradición judía representa aquello que va más allá del ciclo natural de siete días. Marca el comienzo de algo nuevo y elevado: una conexión directa entre lo humano y lo divino.
Aarón, junto con sus hijos, inicia el servicio sacerdotal. Todo va según lo ordenado… hasta que ocurre una tragedia abrupta y desconcertante: "Y los hijos de Aarón, Nadav y Avihú, tomaron cada uno su incensario, y pusieron en ellos fuego y echaron incienso sobre él, y ofrecieron delante del Eterno un fuego extraño, que Él no les había ordenado. Y salió fuego de delante del Eterno y los consumió, y murieron delante del Eterno" (Vaikrá 10:1-2).
Muchas preguntas
El curioso episodio genera muchas y muy profundas preguntas. Nadav y Avihú, hijos del Sumo Sacerdote, fueron consumidos por un fuego divino por actuar, a primera vista, con fervor religioso. Pero, ¿Cuáles eran sus verdaderas intenciones?
Los sabios del judaísmo a lo largo de los siglos han intentado explicar qué fue lo que realmente hicieron mal Nadav y Avihú. Las opiniones son variadas, y revelan diferentes dimensiones del error.
Rashi plantea que los jóvenes sacerdotes entraron al servicio intoxicados o actuaron por cuenta propia, sin haber consultado a Moshé ni a su padre Aarón. Es decir, hubo una falta de contención y de respeto por la cadena de mando (cf. Rashi sobre Vayikrá 10:2).
Rambán considera que el pecado estuvo en adelantar una iniciativa que no les fue ordenada (cf. Rambán sobre Vayikrá 10:1). Aunque la intención era aparentemente buena, actuaron sin respaldo ni marco. Se precipitaron.
El Midrash agrega una capa emocional y psicológica: actuaron movidos por la arrogancia espiritual (cf. Vayikrá Rabá 20:6). Querían protagonismo, quizás porque sintieran celos de Moshé y Aarón. Lo que debía ser un servicio desinteresado se contaminó con un deseo de imponerse.
Los sabios coinciden en que Nadav y Avihú ofrecieron lo que la Torá denomina un "fuego extraño": un acto que aunque revestido de fervor y simbolismo fue impulsivo, desordenado y carente de obediencia. Cambiaron la voluntad de Dios por su propia percepción de lo correcto. Y lo hicieron con fuego, pero sin criterio. Con mística, pero sin estructura.
El liderazgo sin espectáculo
Tras la tragedia, la reacción de Aarón llama la atención: "Guardó silencio" (Vayikrá 10:3).
Un silencio que no es indiferencia, sino contención. Una lección de liderazgo ante el dolor: no explotar, no victimizarse, no justificar lo injustificable. Simplemente, asumir que no todo acto bien intencionado es correcto. Y que los errores se pagan igualmente.
Este episodio nos enseña que el poder espiritual, como el poder político, requiere precisión, obediencia y responsabilidad. No hay lugar para la improvisación emocional ni el protagonismo ideológico.
Los fuegos extraños del siglo XXI
En el mundo actual los "fuegos extraños" no nacen del fervor auténtico sino de la ambición disfrazada de virtud. No sólo en la política sino en la cultura, los medios y la vida pública, figuras atractivas, carismáticas y seductoras presentan discursos plagados de medias verdades —que por su misma naturaleza se convierten en calumnias—, apelando a emociones primitivas negativas como el miedo, la envidia o el resentimiento.
Estas emociones, naturales en su origen, fueron diseñadas para la supervivencia, y al ser manipuladas sin estructura ética generan sesgos que nublan el juicio y arrastran a las masas hacia decisiones viscerales.
Los manipuladores no imponen: seducen, tergiversan y prometen. Visten sus intereses personales con ropajes de justicia, encendiendo fuegos que deslumbran, pero que no sostienen. La Parashat Sheminí nos advierte: el fervor sin verdad no edifica. Todo fuego extraño, por brillante que parezca, termina devorando tanto a quien lo enciende como a quienes lo siguen.
Reconocer el fuego extraño
La parashá de Sheminí nos habla en ese sentido del peligro de los liderazgos desbordados y nos enseña a estar atentos y convertirnos en guardianes del fuego auténtico.
Frente a personajes atractivos, carismáticos y seductores, con gestos grandilocuentes y promesas encendidas, nuestra tarea es discernir. No todo fervor es verdad. No toda pasión construye. Y no todo carisma indica un liderazgo genuino.
La diferencia no está en el volumen de la voz ni en el estilo de la puesta en escena. Está en los frutos: ¿Edifica libertad y responsabilidad, o siembra división y dependencia? ¿Sostiene principios innegociables o adapta su discurso según la conveniencia del momento?
Mientras muchos ejercen el poder desde la ansiedad por mantenerse, esta parashá actúa como advertencia: no todo lo que brilla es luz, y no cualquier fuego es útil para iluminar. A veces, sólo quema. La diferencia está en el origen: si el fuego nace de la verdad, sostiene. Si nace del miedo o de la ambición, consume.
Buscar el fuego auténtico y rechazar los fuegos extraños disfrazados de virtud es hoy más que nunca un acto de responsabilidad espiritual y de madurez cívica.