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Viñedos en el desierto del Négev

Vino, exilio y memoria: Un viaje de Judea a la península ibérica

El desierto del Négev, en el sur de Israel, parece a primera vista una tierra estéril, pero hace más de 1.500 fue un centro vinícola. Hoy, los viñedos vuelven a crecer allí.
Vino, exilio y memoria: Un viaje de Judea a la península ibérica

Actualizado el 17/7/2025, 13:52 hs.

Mónica Sánchez Rubio

La historia del vino no es solo una historia de agricultura o comercio: es, sobre todo, una historia de identidad. A través del vino, los pueblos han celebrado, resistido y recordado. Para el pueblo judío, esta bebida ha sido símbolo de fe, ritual y pertenencia. Desde las áridas tierras de Judea hasta las fértiles colinas de la península ibérica, el vino ha acompañado su viaje milenario, sirviendo como testigo silencioso del exilio, pero también como portador de memoria.

Viñas en el desierto: el milagro del Négev

El desierto del Négev, en el sur de Israel, parece a primera vista una tierra estéril. Sin embargo, hace más de 1.500 años, este paisaje inhóspito fue uno de los centros vinícolas más avanzados del mundo antiguo. Durante el período bizantino (S.IV-VII), comunidades judías y nabateas transformaron el desierto en un vergel gracias a ingeniosos sistemas de captación de agua, terrazas agrícolas y prensas excavadas en roca.

Los hallazgos arqueológicos —ánforas, lagares, rutas comerciales— revelan que los vinos del Négev llegaron a exportarse por el Mediterráneo, apreciados por su calidad y singularidad. Hoy, Israel ha comenzado a redescubrir este legado: viticultores modernos cultivan nuevamente variedades autóctonas como la marawi y la dabouki, produciendo vinos que no solo respetan métodos antiguos, sino que también rinden homenaje a una historia casi olvidada.

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Viñas del Négev, en pleno desierto, cerca de Beer Sheva (Foto: Consorcio de vinos del Desierto del Néguev)

De Judea a Sefarad: el vino como herencia en movimiento

Tras la destrucción del Segundo Templo en el año 70 d.C., comenzó una larga diáspora que llevó al pueblo judío a dispersarse por África del Norte, Asia y Europa. En ese éxodo, no solo llevaron textos sagrados y tradiciones espirituales, sino también conocimientos agrícolas, entre ellos, el cultivo de la vid y la elaboración de vino.

En la península ibérica —a la que los judíos dieron el nombre de Sefarad— las comunidades judías florecieron desde tiempos romanos hasta bien entrada la Edad Media. Su presencia dejó huella en la economía, la ciencia, el pensamiento… y también en la viticultura. A pesar de las restricciones impuestas por la Iglesia, muchos judíos participaron activamente en la producción y el comercio del vino. Algunos estudios apuntan a que técnicas, variedades e incluso formas de prensado originadas en el Levante mediterráneo fueron transmitidas por estas comunidades en su nuevo hogar ibérico.

En regiones como Castilla, La Rioja o Andalucía, es posible encontrar vestigios materiales y culturales del paso judío por el mundo del vino: antiguas bodegas subterráneas, rituales familiares, nombres de lugares y prácticas agrícolas que sobreviven bajo nuevas formas.

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Viñas del Négev, en pleno desierto, cerca de Beer Sheva (Foto: Consorcio de vinos del Desierto del Néguev)

Gastronomía y memoria: el vino como archivo cultural

La gastronomía es una forma de lenguaje. Nos cuenta quiénes somos, de dónde venimos, y qué queremos recordar. En las culturas judías, desplazadas a lo largo del tiempo por guerras, expulsiones e inquisiciones, el acto de cocinar, de comer en familia y de brindar con vino ha sido una manera de preservar la historia cuando todo lo demás se perdía.

El vino ocupa un lugar central en esta memoria cultural. En cada copa de kiddush, en cada festividad donde se comparte vino, hay algo más que un rito: hay una afirmación de identidad frente al olvido. Cada sorbo conecta al presente con un pasado milenario, traza una línea invisible entre Judea y Sefarad, entre la tierra prometida y los rincones de la diáspora.

Hoy, cuando Israel recupera cepas antiguas y España redescubre su herencia sefardí, emerge una verdad poderosa: que el vino, como la lengua o la música, puede ser un archivo viviente. Que un sabor puede actuar como una llave para abrir las puertas de la memoria colectiva.

Una copa de resiliencia

La historia del vino judío no es una nota al pie de la viticultura mundial: es un testimonio de resiliencia. A través de guerras, prohibiciones y expulsiones, la tradición del vino no desapareció. Siguió viva en las casas, en los rezos, en las celebraciones familiares. Y hoy vuelve a florecer, tanto en las arenas del Négev como en los viñedos peninsulares donde aún resuenan los ecos de Sefarad.

 "Vino, exilio y memoria" no es solo un recorrido histórico. Es una invitación a mirar la copa no solo con los sentidos, sino también con el alma. Porque en ella hay algo más que uva fermentada: hay resistencia, hay cultura y hay memoria ▪

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