Por fin. Después de siete años sin una huelga general en España, hoy el país se detiene. No por los alquileres imposibles, ni por los sueldos que no dan para vivir, ni por las pensiones que se estiran cada mes como un chicle, ni por los jóvenes que siguen compartiendo piso a los treinta. No. Hoy paramos por Palestina.
Por fin hemos encontrado una causa lo bastante lejana como para que no incomode a nadie. Una huelga general cómoda, sin conflicto real con nadie cercano. Porque, seamos sinceros: el jefe de la fábrica de Cuenca o la panadera de Vigo poco tienen que ver con lo que pasa en Gaza. Pero hoy nos sentimos profundamente comprometidos.
Y lo curioso es el momento. Han pasado siete años sin una sola huelga general por nada de lo que sangra aquí en este país. Ni por los desahucios, ni por los contratos basura, ni por el colapso de la sanidad. Pero justo ahora, cuando Israel y Hamás anuncian un acuerdo de paz histórico, aquí decidimos paralizar la economía. Es casi poético, llegamos tarde incluso para protestar.
Los convocantes son los de siempre: UGT y CCOO, los sindicatos que en los últimos años apenas han alzado la voz por los problemas que afectan a los suyos, pero que hoy encuentran en Palestina una causa perfecta. Un gesto moral, sí. Pero de bajo coste.
Porque una huelga general por Palestina no molesta a ningún ministro, ni exige negociar con la patronal, ni obliga a plantarse frente a la inflación o la precariedad. Es una huelga espiritual, casi terapéutica.
Uno se pregunta dónde están estas centrales cuando el 87% de los jóvenes emancipados tiene que compartir piso, o cuando un 35% de ellos no llega a los mil euros al mes.
Dónde están cuando los alquileres suben el doble que los sueldos, cuando la sanidad pública colapsa, o cuando los jóvenes asumen que tener casa propia es ya una leyenda urbana.
¿Dónde están entonces los gritos, las pancartas, las huelgas?
Ah, claro. Es que protestar por eso incomoda a gente demasiado cercana, el capitán no lo permitiría.
Convocar una huelga general por Palestina es como declararse en huelga de hambre porque llueve en otro país. Noble, sí. Pero inútil.
No se trata de negar el drama palestino ni de relativizar su tragedia. Se trata de recordar que una huelga general es el arma más seria que tiene la clase trabajadora. Convertirla en un acto simbólico es diluir su fuerza, banalizarla, convertirla en un gesto decorativo.
Y para rematar el esperpento, la huelga de hoy ni siquiera encaja del todo en lo que la ley entiende por huelga. El Real Decreto-Ley 17/1977, aprobado en plena transición democrática (cuando el país aún aprendía a conjugar "libertad" sin miedo), dice clarito que una huelga es ilegal cuando se hace por motivos políticos o de solidaridad con otros, salvo que afecte directamente a los trabajadores que la convocan. O sea exactamente lo de hoy. Una huelga por un conflicto armado a miles de kilómetros, en la que ni los convenios ni los salarios españoles pintan absolutamente nada. Paradójico, ¿verdad?
Hasta una norma escrita cuando la democracia daba sus primeros pasos entendía mejor que muchos de nuestros líderes actuales que el derecho a parar el país es un arma seria, no una bandera moral para agitar conciencias en el descanso del café. Pero aquí estamos, retorciendo la ley y el sentido común a la vez, con una huelga tan simbólica que ni los propios legisladores sabrían si aplaudirla o sancionarla.
España lleva años tragando precariedad, alquileres abusivos, sueldos congelados, jóvenes viviendo de alquileres imposibles o volviendo a casa con sus padres. Pero no hubo huelga general por eso. Ni una. Hoy sí, hoy que el conflicto en Oriente Medio parece encaminarse hacia un alto el fuego, toca sacar los megáfonos. Es el mundo al revés.
Ojalá esta huelga sirva también para hablar de España. De los que aquí no pueden pagar la luz, de los que trabajan y siguen siendo pobres, de los que estudian y acaban emigrando. Ojalá sirva para recordar que hay guerras silenciosas a dos calles de casa.
Pero me temo que no. Que hoy se hablará mucho de solidaridad y muy poco de responsabilidad. Que volveremos a sentirnos moralmente satisfechos, aunque nada cambie para los palestinos, ni para los jóvenes que aquí siguen sin poder emanciparse.
Quizá algún día convoquemos una huelga general por ellos. Por los que están en casa, por los que pagan 800 euros por un cuarto sin ventana, por los que sostienen el país con contratos temporales y nóminas que no cubren ni el alquiler. Hasta entonces, adelante con la huelga general por Palestina.
La más cómoda de la historia, indigna mucho, no cambia nada y, además, nos hace sentir estupendamente bien.
Y, al final, todo encaja: donde manda patrón, no manda marinero. Los sindicatos podrán envolverlo en discursos de solidaridad y justicia global, pero hace tiempo que dejaron de remar por los suyos. Hoy navegan al compás del poder, con la mirada puesta más en Moncloa que en las nóminas que no llegan a fin de mes ▪