En un solo capítulo, la Torá despliega escenas que podrían llenar una biblioteca entera: la visita de ángeles disfrazados de viajeros, el anuncio del nacimiento de un hijo imposible, la destrucción de una civilización entera, la salvación de un justo tibio, la risa de una matriarca, la expulsión de una madre, el pacto con un rey filisteo y, finalmente, la orden más desconcertante jamás dada a un ser humano: entregar a su hijo en sacrificio.
Parashat Vayerá no se puede leer de un tirón sin detenerse a respirar. Cada episodio es una prueba —no solo para los personajes, sino para el lector. Y los sabios lo entendieron así: como un laboratorio del alma humana frente a dilemas morales, sociales y espirituales.
Todo comienza con Abraham sentado en la entrada de su tienda, recuperándose de su brit milá, cuando tres viajeros desconocidos aparecen en el calor del día. Sin saber que eran ángeles, Abraham corre a atenderlos. Rashi resalta la velocidad y generosidad de sus gestos: no espera a que lo llamen, no pide nada a cambio. La hospitalidad, dicen los sabios, es más grande que recibir la Presencia Divina misma (Shabat 127a).
Ese gesto condensa el contraste con la ciudad de Sodoma. Mientras Abraham corre a dar, Sodoma legisla para prohibir dar. Según el Midrash (Bereshit Rabá 49:6), las leyes de Sodoma criminalizaban la hospitalidad y castigaban a quien compartía. No eran solo "pecadores", sino arquitectos de un sistema inmune al bien. El clamor que sube al Cielo, explica Rashi, es el de las víctimas, como una joven asesinada por dar pan a los pobres.
Entonces viene uno de los momentos más osados de toda la Biblia: Abraham se pone de pie frente a Dios y le discute. ¿Destruirás al justo junto con el malvado? ¿El Juez de toda la tierra no hará justicia? (Bereshit 18:25). El modelo de fe que propone la Torá no es sumisión ciega, sino conciencia moral activa. Abraham no solo obedece: actúa con criterio propio, y cuando hace falta, interpela al mismísimo Creador.
La escena cambia. Lot, sobrino de Abraham, ofrece protección a los ángeles en Sodoma. Tiene una chispa de justicia, pero ya está contaminado por la cultura que lo rodea. Al salir, se le ordena que no mire atrás, pero su esposa lo hace, y queda convertida en sal: símbolo de quien queda atrapado por el pasado, incapaz de soltar lo que debe abandonar.
Al amanecer, la ciudad es arrasada. No por ira divina caprichosa, sino por la descomposición total de un sistema que ya no tiene posibilidad de redención. Rambán lo dice con crudeza: cuando la maldad se vuelve estructura, ya no queda nadie que educar.
La escena vuelve a la tienda de Abraham. Uno de los ángeles anuncia que en un año Sara tendrá un hijo. Ella, desde adentro, escucha… y ríe. No de burla, sino de incredulidad. Tiene casi noventa años, y lo biológico parece ya cerrado. ¿Acaso voy a tener placer, siendo ya vieja?, se pregunta en voz baja (Bereshit 18:12). El nombre que llevará su hijo —Itzjak, "porque rió"— será recordatorio eterno de ese instante en que la fe se encontró con la risa. Rashi (sobre Bereshit 18:12) señala que fue un signo de duda en la promesa divina. Rambán, por su parte, la interpreta como una reacción emocional natural ante un milagro imposible. Sforno agrega que esa risa contiene un reconocimiento del contraste entre la realidad visible y la promesa divina. Para estos comentaristas, esa risa era falta de emuná (confianza profunda); para otros, era el modo más humano de reaccionar ante un milagro que aún no se puede imaginar.
Pero la alegría del nacimiento no elimina las tensiones. Itzjak crece, e Ishmael, el hijo de Hagar, también. Un día, Sara ve que Ishmael "mitzajek" —palabra ambigua que puede leerse como jugar, burlarse o incluso comportarse peligrosamente. Decide entonces que madre e hijo deben irse. Abraham vacila, pero Dios le dice: "Escucha la voz de Sara". No porque Hagar o Ishmael no valgan, sino porque la continuidad espiritual que Itzjak representa exige un marco distinto.
Los sabios están divididos. Para Rashi, Sara detecta señales de idolatría o violencia, y protege lo que aún es un proyecto delicado. Para Rambán, en cambio, hubo aquí una dureza evitable, un dolor que no era necesario. Pero la Torá no embellece los conflictos: los muestra con su aspereza, y también con su consuelo. Cuando Hagar llora en el desierto y deja al niño a un lado, un ángel la llama y le muestra un pozo. Dios escucha el llanto del muchacho "en donde está" —no por lo que será, ni por lo que debió ser, sino por lo que es, en su fragilidad presente.
Y cuando creemos que ya está todo dicho, llega la prueba final. La Akedá (el sacrificio). Dios pide lo impensable: "Toma a tu hijo, a tu único, al que amas, a Itzjak… y ofrécelo". El texto es deliberadamente ambiguo, y los comentaristas se desvelan buscando sentido. Rambam ve en esta prueba la culminación del perfeccionamiento moral de Abraham. Sforno resalta que el objetivo no era el sacrificio, sino que el mundo vea que Abraham está dispuesto a entregar todo por el bien más alto. Y Rashi señala que Dios jamás quiso sacrificios humanos; la prueba fue una oportunidad para elevar a Abraham, no para destruir a Itzjak.
Parashat Vayerá no es una serie de cuentos antiguos. Es un espejo: nos confronta con nuestras sociedades sodomitas, con nuestras esposas de sal, con nuestras pruebas de fe y con nuestros llamados a intervenir cuando el mundo arde. Y nos recuerda que el camino correcto comienza dando la bienvenida al extraño, con pan recién horneado y haciéndolos sentir como en casa ▪
