Ahora que parece que empieza a calmarse la situación en Gaza —o al menos a tomar un respiro— quizá sea un buen momento para mirar atrás. No tanto para revivir el horror, sino para hacer autocrítica, para intentar entender por qué, a pesar de tantas advertencias y de tanta supuesta prevención, volvemos a tropezar con los mismos errores.
Años de viajes a Auschwitz, visitas a museos sobre la Shoá, emotivas películas sobre el Holocausto; enormes cantidades de dinero dedicadas a cumbres y encuentros sobre antisemitismo; reuniones con líderes y gobernantes occidentales; artículos, papers y ensayos sobre el "Nunca Más"… Y, sin embargo, el día de la mayor masacre contra los judíos desde el Holocausto, las calles de Occidente se llenaron de gente festejándolo y justificándolo.

(Fotos: Redes)
Esto nos obliga a preguntarnos si todo lo implementado para frenar el odio funcionó. Tal vez hemos caído en la autocomplacencia y en la endogamia. Nos miramos el ombligo, hemos explosionado en múltiples organizaciones aspirando a desbancar a la otra, viajamos en un ego trip, remando en direcciones contrarias. Hablamos para los convencidos, escuchándonos a nosotros mismos, repitiendo eslóganes entre amigos, compartiendo un pedacito de trauma heredado, mientras nos peleamos por la foto con algún ministro de los gobiernos más antisemitas de Occidente. Viajamos, comemos, simulamos reflexionar. Morimos de cholulismo y de falsa emocionalidad, transformando la memoria en espectáculo: viajes, congresos, medallas, almuerzos, fotos de grupo, discursos pomposos… blablablá. Y mientras tanto, el mundo sigue adelante, y el antisemitismo se expande sin freno. ¿Cómo es posible que, con tantos recursos y tanta atención, no hayamos logrado que el antisemitismo sea percibido de una vez por todas como una vergüenza inconfesable?
Sí, Occidente se convierte a pasos veloces en un antro de ignorancia y de malas intenciones. Pero ¿a quién le hablamos nosotros? Hemos facilitado la desconexión con una amplia mayoría de la población, alimentando la ilusión de que recordar es suficiente. Recordar como sea, con tal de que nos inviten a la mesa del banquete. Pero recordar sin rigor, sin traducir la memoria en acción efectiva, en pedagogía, en estrategias concretas de prevención, no sirve de nada.
En este momento de confusión, sí habría que reconocer a quienes, siendo no judíos, se han mojado en esta lucha: activistas, educadores y líderes que combaten el antisemitismo y otras formas de discriminación. Saben que el odio al judío es el primer síntoma de sociedades enfermas, carcomidas por teorías conspirativas y estupidez. Su compromiso demuestra que actuar frente al odio no es cuestión de identidad, sino de conciencia y responsabilidad.
No sé exactamente qué hay que hacer, pero desde luego no podemos volver a caer en la trampa endogámica. Recordar sin rigor, sin traducir la memoria en acción efectiva, en pedagogía o en estrategias concretas de prevención, no sirve de nada. Correr detrás de los famosos tampoco. La memoria se vuelve ceremonia vacía si no genera aprendizaje, cambio y vigilancia real. Preguntarnos con dureza qué estamos haciendo mal y corregirlo, aunque incomode y duela, es la única manera de convertir la memoria en fuerza y no en espectáculo.
Hay que salir de los museos y de las cumbres, y empezar a pisar las calles ▪






