"Un arameo errante fue mi padre" (Devarim/Deuteronomio 26). Con esas palabras, cada agricultor llevaba los primeros frutos al Templo y recitaba el vidui bikurim (declaración de las primicias): un micro‑relato que condensa origen nómada, esclavitud, redención y llegada a la tierra. La clave no es solo el contenido, sino la gramática de la pertenencia en primera persona: "mi padre… nos afligieron… nos sacó". La historia no se contempla a distancia; se asume. El ciudadano no delega su memoria en funcionarios: él mismo la pronuncia. Es responsabilidad sin tutela, libertad sin amnesia. Por eso la escena ocurre al entrar a la tierra: antes que murallas o moneda, un pueblo sano necesita un relato común dicho por cada uno.
Los sabios leen aquí una arquitectura ética. Sforno subraya que la memoria de la pequeñez y la dependencia impide la arrogancia que descompone naciones: la abundancia se ordena cuando se recuerda de dónde se viene. Rambam (Hiljot Bikurim 3–4) codifica la subida alegre a Jerusalén y la declaración que une historia y reconocimiento para recordar los beneficios y prevenir que la prosperidad se vuelva soberbia. Esta mitzvá (precepto) educa el corazón: los frutos no son solo botín del esfuerzo, sino parte de una historia que se agradece en voz alta.
Traído al presente, el cuadro es sobrio: cuando la memoria común se diluye —por amnesia o por relatos sustitutos— el pacto cívico se fragiliza. Surgen identidades reactivas y tutelas que ofrecen pertenencia a cambio de criterio. Donde persiste un relato verdadero, humilde y agradecido, hay más lenguaje compartido y resiliencia institucional.
En última instancia, Ki Tavó recuerda que la libertad no es solo salir de Egipto, sino seguir narrando quiénes somos cuando nadie nos obliga a hacerlo. Los frutos de la tierra son también frutos de la memoria. Si dejamos de contarnos, dejamos de ser; y lo que se pierde no es un capítulo del pasado, sino el alma de la comunidad ▪
