Hoy, 14 de julio, Francia celebra su Fiesta Nacional. Recordamos aquel día de 1789 en que el pueblo de París tomó la Bastilla, símbolo del absolutismo monárquico, y abrió paso a una nueva era marcada por los principios universales de liberté, égalité, fraternité. La Revolución no fue solo un cambio político: fue el alzamiento de un pueblo entero (obreros, campesinos, artesanos y gremios) que soñaba con una sociedad más justa, más libre y más digna.
Aquellos artesanos que empuñaron herramientas convertidas en armas no luchaban por privilegios, sino por derechos. Por la dignidad del trabajo, por el mérito por encima del linaje, por una nación donde todos fueran ciudadanos iguales ante la ley.
Más de dos siglos después, cabe preguntarse: ¿Dónde han quedado esos ideales? ¿Siguen vivos o han sido erosionados por las realidades de una Francia contemporánea marcada por fracturas identitarias, desafíos culturales y tensiones sociales profundas?
Hoy, Francia ya no es aquella nación homogénea que emergió de la Revolución. La inmigración masiva de las últimas décadas (especialmente desde regiones donde el islamismo radical ha ganado peso) ha transformado el paisaje cultural del país. Este fenómeno, lejos de ser simplemente demográfico, ha planteado cuestiones delicadas: integración, respeto por los valores republicanos, y el equilibrio entre diversidad y unidad nacional.
¿Puede una nación sostener la fraternidad cuando distintos grupos sociales viven separados, con códigos culturales muchas veces incompatibles con la laicidad republicana? ¿Puede hablarse de igualdad cuando ciertas zonas del país parecen regirse por normas paralelas, ajenas a las de la République?
No se trata de rechazar al inmigrante, sino de interrogar el modelo. ¿Está Francia perdiendo su alma en nombre de una tolerancia mal entendida? ¿Siguen siendo la libertad y la igualdad principios rectores, o se han convertido en palabras vacías en barrios donde la libertad de expresión cede ante el miedo, y la igualdad ante el clientelismo?
En este 14 de julio, más que fuegos artificiales y desfiles militares, haría falta una reflexión colectiva. Volver a las raíces de lo que significó la Revolución Francesa: un proyecto de emancipación universal, sí, pero también profundamente francés. Redefinir lo que significa ser parte de esa comunidad de destino que es la nación.
Porque si Francia olvida quién es, difícilmente podrá ofrecer un hogar común a quienes llegan. Y si los que llegan no abrazan sus valores, lo que está en juego ya no es la convivencia, sino la propia continuidad del ideal.
Pero hay un síntoma especialmente alarmante de este retroceso moral y cultural: el resurgimiento del antisemitismo en Europa, y en particular en países como Francia y España. Las agresiones a ciudadanos judíos, las amenazas a escuelas y sinagogas, los discursos de odio impunes en redes sociales o en manifestaciones callejeras no son hechos aislados. Son señales de una fractura profunda.
Francia, la cuna de la emancipación judía en Europa, donde en 1791 se reconoció por primera vez la ciudadanía plena a los judíos, ve hoy cómo esa misma comunidad vive con miedo. Miedo a portar una kipá, a hablar hebreo en público, a que sus hijos caminen solos al colegio. ¿Qué queda de la libertad cuando el miedo dicta las costumbres? ¿Qué queda de la igualdad cuando una minoría vive bajo amenaza? ¿Qué queda de la fraternidad cuando se normaliza el odio más antiguo del continente?
El antisemitismo no es solo un ataque contra los judíos, es una herida abierta en el corazón de la civilización occidental. Es el indicio de que los valores que un día conquistaron las plazas de París están siendo abandonados. Y cuando se abandona a los judíos, la historia enseña que nadie está a salvo.
Quizás Europa entera necesita hoy su propia toma de la Bastilla, no con fusiles, sino con ideas claras y una voluntad firme de despertar. No para derrocar reyes, sino para derrocar la apatía, la cobardía moral, y el olvido de sus raíces.
Un revulsivo que le devuelva el pulso a una civilización nacida del cruce entre Atenas, Roma y Jerusalén; una Europa construida sobre pilares judeocristianos, que supo alumbrar la dignidad humana, los derechos universales y la libertad de conciencia.
Si no hay un nuevo despertar, lo que se desmorona no será un viejo régimen, sino una herencia cultural milenaria que dio sentido, cohesión y rumbo a nuestro continente ▪