En junio de este año, un grupo de intelectuales franceses publicó una carta abierta en Le Monde advirtiendo sobre el uso irresponsable del término genocidio aplicado a la guerra en Gaza. "Hablar de genocidio cuando se trata de guerra es impedirse comprender los acontecimientos", decían, subrayando que la banalización de esa palabra no solo distorsiona los hechos, sino que diluye la especificidad de un crimen pensado para describir la aniquilación intencional de un pueblo.
Ese llamamiento al rigor difícilmente podría haber surgido en España. Aquí, el término genocidio no solo ha sido colonizado por activistas y opinadores, sino que se ha instalado en el discurso informativo y político hasta convertirse en una consigna cotidiana. Basta con buscar "genocidio" en las páginas de El País para encontrar una avalancha de artículos que dan por hecho que Israel está perpetrando uno en Gaza o que se dedican a convencer a los lectores de ello.
En su mayoría son artículos de opinión, y más allá de los serios problemas éticos que esto pueda despertar, el diario es libre de querer imponer un relato que no case con los hechos. Al fin y al cabo, esa es la esencia de la ideología que la inmensa mayoría de los medios españoles ha adoptado respecto a Israel, y corresponderá a sus clientes decidir si desean o no ser adoctrinados en una narrativa falaz.
El verdadero problema surge cuando los artículos y las piezas supuestamente informativas también ofrecen ese lenguaje activista e improcedente, contaminando el habla cotidiana e imponiendo un pensamiento único que impide comprender no sólo los acontecimientos, sino también su trascendencia. Para España, el término "genocidio" ha pasado del léxico de los propagandistas a ser adoptado por periodistas, artistas, profesores o amigos de Facebook de buen corazón. "Genocidio" ya no es un crimen característico, sino una consigna, que incluso el primer ministro suelta sin despeinarse en sede parlamentaria.
Aquí emerge un fenómeno central, y es la lucha entre el relato simbólico y los datos. Mientras los titulares repiten consignas ideológicas cargadas de emoción, los hechos concretos se difuminan. La intención de Israel, según declaraciones oficiales, es y ha sido atacar únicamente a Hamás, un grupo terrorista que proclamó y mostró salvajemente su voluntad de destruir el Estado judío. No hay intención de exterminar a un grupo nacional, étnico o religioso, lo que es la condición clave para que algo pueda calificarse de genocidio. Sin embargo, para los medios españoles, el relato simbólico prevalece sobre la verificación de los datos.
España es una anomalía dentro del panorama mediático occidental. Obviamente, existen políticos y activistas en todas partes queriendo imponer el relato del judío genocida, pero ni siquiera los medios árabes han adoptado ese léxico de modo tan impúdico en sus textos informativos.
El deslizamiento se manifiesta también en la participación de medios españoles en la campaña organizada por Reporteros Sin Fronteras y Avaaz contra Israel: 33 medios, incluidos EFE, RTVE, El País, Cadena SER, Vocento y Prensa Ibérica. En Francia apenas una docena de medios se sumó, en su mayoría ligados a la izquierda o al catolicismo. En España, la práctica totalidad del ecosistema mediático se plegó al relato dictado por las ONG. Que medios supuestamente informativos participen en campañas de activismo político debería ser motivo de alarma; aquí pasa casi inadvertido.
El trasfondo histórico de esta narrativa es claro. La propaganda antisionista de la Unión Soviética fabricó un marco ideológico que igualaba al sionismo con el nazismo y difundía acusaciones de genocidio y colonialismo racista. Esta narrativa se exportó masivamente a aliados árabes y a la izquierda occidental, y hoy resuena en Occidente disfrazada de humanismo o anticolonialismo. Lo paradójico es que estas ideas gestadas por uno de los regímenes más represivos del siglo XX siguen vigentes en discursos que pretenden revestirse de moralidad.
La ONU no ha declarado genocidio; lo ha hecho una comisión "independiente" designada sin transparencia por el Consejo de Derechos Humanos, con integrantes de sesgo notorio y antiguo. Los informes exageran cifras de víctimas y manipulan datos, demostrando una vez más cómo el relato simbólico prima sobre la información verificable.
La devastación en Gaza es real y trágica, pero eso no convierte automáticamente la ofensiva israelí en genocidio. Como especificó Raphaël Lemkin, la clave está en la intención de destruir total o parcialmente a un grupo nacional, étnico, racial o religioso. Hamás no encaja en esta definición: es un grupo terrorista. Los palestinos como tal si lo serían, pero no hay ninguna prueba de esa supuesta intencionalidad y, en tal caso, sería lógico pensar que estaría haciendo lo propio en Cisjordania e, incluso, con su propia población árabe. Es más, si esa fuera su intención, tampoco estarían haciendo las FDI los esfuerzos que hacen para pedir a la población palestina que salga de las zonas de guerra. Por tanto, confundir los conceptos oscurece la realidad y banaliza el crimen que el término describe.
La conclusión es incómoda pero necesaria: disentir de este consenso mediático en España exige un valor excepcional. Mientras en otros países europeos se debate abiertamente sobre la precisión de los términos y la manipulación del lenguaje, en España la etiqueta de genocidio se ha convertido en dogma, y cuestionarla puede aislarte social y profesionalmente.
Y lo que está en juego no es solo Israel. Es la capacidad de nuestras democracias para distinguir entre propaganda y hechos, entre símbolos y datos. Cuando los relatos simbólicos priman sobre la evidencia, la verdad pierde, y las palabras pierden su significado ▪
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Masha Gabriel es directora de la plataforma de seguimiento y análisis de medios de comunicación Camera Español.






