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El obediente silencio "progresista" ante Hamás

El antisemitismo, transmutado en happening identitario, en carnaval ‘moral’ de alta intensidad simbólica, vuelve a circular normalizado. El "autoproclamado" progresismo occidental ha convertido a Israel en el epicentro simbólico del mal moderno, para no mirar de frente el rostro real de sus nuevos ‘aliados’: el islamismo más radical y asesino.

Marcelo Wio

En la última semana, desde que se instauró el alto el fuego con Israel, circulan por redes sociales numerosos videos e informaciones sobre Hamás matando palestinos. ¡Vaya noticia! Como si nunca lo hubiera hecho. Como si no hubieran hecho de la Franja de Gaza un inmenso escudo humano.

Como si no los hubiesen arrojado a los homosexuales desde azoteas. Como si no hubieran paseado a opositores – "colaboradores con Israel", en la jerga de mínimos eufemismos que manejan.

Como si Hamás no fuese una rama de los Hermanos Musulmanes. Como si su objetivo fuese la "resistencia", y no la anunciada conquista de Israel, la expulsión o eliminación de los judíos del territorio y la instauración de un régimen teocrático.

Como si no estuviéramos ante un culto genocida sostenido por una doctrina de enfrentamiento perpetuo, cuyos objetivos exceden ampliamente la región. Como si con cada acción no avisara también a Europa, a Occidente.

Mas el autoproclamado "progresismo" – ese conglomerado de académicos, artistas, sensibles y activistas de la indignación -, por esas dialécticas y demás mejunjes del espectro siniestro de la vida, se empeña en retrogradar a sus sociedades: los principios que dice defender quedan irreconocibles después de su manoseo ideológico. Apenas sobrevive el léxico, los eslóganes, utilizados como latiguillo infatigable de la verborragia ‘moralista’; una pura necesidad para mentir la voz de la ‘mayoría’, el ‘consenso’, propia de una estafa piramidal.

Así, ha quedado ese "progreso", obligado a amparar a Hezbolá, los ayatolás, la monarquía absolutista catarí, la China del Partido Comunista, el régimen de Maduro, el putinismo, el erdoganismo y, por supuesto, a Hamás, que en su carta fundacional (artículo 2º) deja más que claro de qué va el asunto:

"El Movimiento de Resistencia Islámica es uno de los brazos de la Hermandad Musulmana en Palestina. El Movimiento de la Hermandad Musulmana es una organización universal que constituye el mayor movimiento islámico de los tiempos modernos. Se caracteriza por… la difusión del islam, la educación, el arte, la información, la ciencia de lo oculto y la conversión al islam".

En el artículo 5º se explica el alcance del proyecto:

"Su extensión espacial abarca cualquier lugar del mundo donde haya musulmanes que abracen el islam como forma de vida. Siendo así, se extiende hasta las profundidades de la tierra y llega hasta el cielo".

El jeque Ahmed Yassin, fundador de Hamás, citado por el politólogo alemán Matthias Küntzel, apuntaba en su libro Jihad and Jew Hatred: "Debemos ser pacientes… porque el islam se propagará tarde o temprano y tendrá el control sobre todo el mundo".

"Bah, cháchara para consumo interno; proyectos de otras generaciones", se apresuran a descartar sus simpatizantes. "Una retórica superada. ¡Ocupación!"

No es ni una hipérbole retórica, ni desvaríos, ni anacronismos, sus objetivos se sostienen en el tiempo y fueron articulados con coherencia estratégica, financiados con recursos de actores estatales con ambiciones muy concretas y por organizaciones y estructuras empresariales vinculadas a la idea que persigue el islamismo. Un rastro implacable de muertes da cuenta de ello. Desde Europa a la Argentina; desde África hasta Asia. Y el signo de esa violencia es, una y otra vez, el mismo: la "revolución islámica", o la "lucha anticolonialista", o "contra la opresión". Aunque no está solo: China y Rusia tienen la ambición de reformularle el rostro al mundo, de atarle las manos.

Y frente a esto, la respuesta del progresismo es una celebración ritual del "multiculturalismo", convertido ya en coartada de la renuncia moral y la exaltación de la moralina. Así justifican el supremacismo religioso, el totalitarismo, vamos, la destrucción sistemática de las democracias. Lo hacen acaso convencidos de que, llegado el momento, sabrán acomodarse al nuevo orden. En breve, que estarán al menos al margen del castigo.

Para ello, el antisemitismo, transmutado en happening identitario, en carnaval ‘moral’ de alta intensidad simbólica, vuelve a circular normalizado. No es simplemente el reflejo atávico de la vieja intolerancia: es también un gesto de sometimiento voluntario, de colaboración anticipada. Como si dijeran: "Aquí estamos, pero en último término; primero, y ahora mismo, aquí están los judíos; como siempre", a la vez que se convierten en así en implacables inquisidores, en briosos acusadores, en chequistas. Se convierten en lo que defenestran: totalitarios, fascistas.

Ya lo advertía el agudo Jean-François Revel (How Democracies Perish) acerca de "la necesidad de la izquierda de inventarse un enemigo a su gusto para ocultarse a sí misma su verdadero enemigo".

Y en eso anda la cosa en este octubre de 2025 – aunque bien podría ser 1933 o 1939 o 1903 o 1894… -, en convertir a Israel en el epicentro simbólico del mal moderno, para no mirar de frente el rostro real de sus nuevos ‘aliados’ (patrones, más probablemente); al progresismo en regresión y a las teocracias y totalitarismos en utopías desiderables ▪

Las opiniones expresadas en este artículo son responsabilidad exclusiva de su autor
y no necesariamente reflejan la postura editorial de Enfoque Judío ni de sus editores.

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