Lo avisamos en septiembre, justo después del bochorno de Bilbao, y no hacía falta ser Nostradamus para verlo venir: cuando permites que la política se meta en la carretera, acabas perdiendo la carrera. No es una frase hecha ni una forma de hablar, es una realidad que el ciclismo ya ha aprendido a base de golpes. Neutralizaciones, imágenes lamentables y una sensación general de vergüenza que dio la vuelta al mundo.
Y ahora, con el recorrido de La Vuelta 2026 ya encima de la mesa, la conclusión es bastante clara, el norte de España, Madrid y Barcelona han desaparecido del mapa. ¿Casualidad? Puede ser. ¿Decisión puramente técnica? También. Pero cuando tantas zonas caen a la vez, cuesta no pensar que aquí hay algo más que simples curvas de nivel y perfiles de etapa. Cuando pasan estas cosas, la palabra "factura" empieza a sonar muy fuerte.
Porque no nos engañemos, los que convirtieron la famosa etapa 11 en un altavoz ideológico, transformando una competición deportiva en un mitin propalestino, pensaron que estaban haciendo historia. Cortaron carreteras, bloquearon el paso a los ciclistas y forzaron una neutralización que dio la vuelta al mundo. Creyeron que estaban ganando una batalla simbólica, que salir en las noticias legitimaba su causa y que el foco mediático jugaba a su favor.
Lo que no vieron venir es que ese mismo foco también ilumina el descontrol, la falta de autoridad y la incapacidad para proteger un evento deportivo de primer nivel. Porque una cosa es manifestarse y otra muy distinta es sabotear una carrera profesional con miles de personas implicadas.
Y aquí conviene recordar algo que a veces se olvida, y es que el ciclismo profesional no es un hobby. No es una marcha cicloturista ni una quedada de domingo. Es una industria global, con patrocinadores, televisiones, equipos, corredores y un equilibrio muy delicado entre espectáculo y seguridad. Cuando ese equilibrio se rompe, la organización no entra en debates ideológicos ni en discusiones morales. Simplemente toma una decisión empresarial y se va.
Resulta bastante revelador mirar con calma el trazado de 2026. La Vuelta saldrá de Mónaco, entrará por los Pirineos y luego descenderá de manera casi quirúrgica por el Levante hasta Andalucía. Todo muy limpio, muy medido, muy pensado para que nada, ni nadie, estropee la carrera. Un recorrido que parece diseñado para esquivar territorios donde la fluidez del pelotón pueda verse comprometida por el activismo de pancarta, megáfono y corte de carretera.
No ha habido comunicados grandilocuentes ni ruedas de prensa señalando con el dedo, pero las decisiones empresariales no necesitan explicaciones. Hablan solas.
Adiós al País Vasco y Navarra. Comunidades donde se produjeron incidentes que afectaron a ciclistas profesionales por su nacionalidad. Donde la carretera dejó de ser un espacio neutral y festivo para convertirse en un escenario de confrontación política. Ahora, el pelotón pasará de largo y se verá desde el sofá. Porque cuando un territorio no es capaz de garantizar la seguridad de los protagonistas, pierde el derecho a acogerlos.
Y no, no es un castigo. Es simple lógica.
Pero la cosa no acaba ahí. Madrid y Barcelona también se quedan fuera. Dos grandes capitales que siempre buscan escaparate internacional y que ahora pierden uno de los mayores eventos deportivos del calendario español. No por falta de infraestructuras, ni de hoteles, ni de afición. Sino porque se han convertido en epicentros de movilizaciones constantes que nada tienen que ver con el esfuerzo, la épica y el sacrificio que representa el ciclismo.
Y aquí es donde aparece la parte más amarga de todo esto: los aficionados de verdad. La gente normal. Los que madrugan para coger sitio en una cuneta, los que respetan al ciclista sea cual sea su bandera, los que entienden el ciclismo como una fiesta popular. Esos son mayoría, pero ahora pagan los excesos de unos pocos. Su pasión ha sido sacrificada a favor del rédito político.
Porque el problema no estuvo solo en la carretera: El verdadero motor del caos se encendió en los despachos. Mientras la organización intentaba salvar la integridad de la carrera, desde las más altas instancias del Estado se lanzaban mensajes que legitimaban lo que estaba ocurriendo.
Ahí están las palabras de la vicepresidenta segunda del Gobierno, Yolanda Díaz, que en pleno mes de septiembre publicó en sus redes sociales (recogido por medios como El Diario el 12/09/2025) que la ciudadanía movilizada era un "ejemplo de dignidad". Un mensaje que, de facto, validaba unas movilizaciones que estaban comprometiendo la seguridad de los deportistas.
A este discurso se sumó la Ministra de Juventud e Infancia, Sira Rego, quien en una entrevista para RNE el 15/09/2025 defendió las protestas afirmando que "demuestran el compromiso con la paz" de la sociedad española, obviando que ese supuesto compromiso se traducía en cortes de carretera y sabotajes a una competición profesional.
Incluso el propio Presidente del Gobierno, en un mitin en Málaga el 21 de septiembre de 2025, declaraciones recogidas por la Agencia EFE y medios nacionales como El Mundo, llegó a expresar su "admiración" por un pueblo como el español que se "moviliza por causas justas, como la de Palestina".
El mensaje que quedó en el aire fue bastante claro: lo ocurrido no encontró una condena institucional firme y fue interpretado por muchos como un respaldo implícito.
Y eso, para cualquier organizador internacional, es una señal clarísima. Cuando desde el poder se llama "dignidad" o "compromiso" a lo que en la carretera es puro sabotaje, se está diciendo muy claramente que la seguridad del evento está supeditada a la ideología del momento. Y con ese escenario, el deporte profesional no se la juega.
El resultado ya lo vemos. Los políticos se quedaron con su titular, con su aplauso y con su gesto para redes sociales. El aficionado se queda sin su Vuelta. Sin etapas, sin ambiente y sin caravana publicitaria recorriendo sus pueblos.
Porque los grandes eventos no se organizan con buenas intenciones, sino con garantías. Seguridad, control y estabilidad. Esa es la moneda de cambio. Si una comunidad no puede asegurar que una etapa será una fiesta deportiva y no un campo de batalla ideológico, la organización hace lo único sensato que es llevarse el negocio, la inversión y el espectáculo a otro lado.
En 2026, Andalucía, la Comunidad Valenciana y Albacete recogerán los frutos. Impacto económico, promoción turística y carreteras llenas de aficionados que entienden que el deporte es un punto de encuentro, no una excusa para reventar nada.
Mientras tanto, en Bilbao o Barcelona podrán seguir desplegando pancartas si quieren, pero con las carreteras vacías y las cámaras enfocando a otros horizontes. El ciclismo no castiga a nadie, simplemente no vuelve donde no se le respeta.
Así que, como se suele decir: ajo y agua. Quizás para la próxima algunos entiendan que el deporte se cuida o se pierde. Porque en 2026 el norte no ha perdido una etapa. Ha perdido por goleada ▪






