30 diciembre 2025
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Poniéndole nombre a la barbarie: "Atrocidio"

Cuando una sociedad transforma la crueldad en virtud, ha cruzado un umbral que amenaza no solo a sus víctimas inmediatas, sino a los fundamentos mismos de nuestra civilización compartida.

Hernán Elman

Los sistemas jurídicos evolucionan cuando la realidad desborda los conceptos existentes. Así como Rafael Lemkin acuñó el término "genocidio" tras comprender la magnitud del Holocausto, hoy nos enfrentamos a una forma de violencia que trasciende nuestras categorías actuales y exige ser nombrada.

En Israel, el 7 de octubre de 2023 representa más que un episodio de violencia extrema. Es un punto de inflexión que nos obliga a interrogar los límites mismos de la comprensión humana sobre la crueldad. La palabra que propongo para nombrar este fenómeno es "atrocidio", etimológicamente derivada del latín "atrox", que significa cruel, terrible, oscuro; una categoría que va más allá de la simple masacre o el genocidio para definir una forma de violencia que destruye no solo cuerpos, sino la posibilidad misma de la humanidad.

El atrocidio se distingue por una crueldad que ha roto todos los diques morales. No se trata solo de matar, sino de un "frenesí asesino" tan instintivo como un cardumen de pirañas ante la sangre: una irrupción colectiva donde cada agresor actúa como parte de un colectivo destructivo, lanzándose con una ferocidad que cancela toda empatía. Es el perpetrador que llama orgulloso a sus padres para que escuchen los gritos de sus víctimas, que graba decapitaciones para compartirlas en redes sociales, que quema familias enteras mientras documenta su agonía. En este estado, el agresor no solo deshumaniza a su víctima, sino que él mismo se deshumaniza, anulando cualquier barrera ética o emocional.



Pero el atrocidio no surge en el vacío. Requiere lo que he denominado una "thanarquía", del griego "thánatos" (muerte) y "arquía" (gobierno o poder): un sistema social donde la muerte y el sufrimiento se convierten en virtud y celebración. No son solo individuos descontrolados, sino una comunidad entera que transforma la barbarie en motivo de orgullo colectivo. Son las madres que bendicen a sus hijos asesinos, los líderes religiosos que santifican el sadismo, los vecinos que salen a las calles para golpear cuerpos sin vida o arrastrarlos como trofeos. Lo más perturbador no es la violencia en sí, sino la ausencia total de voces de resistencia moral. En los escenarios más oscuros de la historia humana, siempre existieron personas que, incluso a riesgo de sus propias vidas, se negaron a participar en la barbarie. Pero en este caso, no hubo ni un médico que tratara humanitariamente a un rehén, ni un guardia que diera agua adicional, ni un civil que intentara esconder a un israelí perseguido.

El objetivo del atrocidio va más allá de eliminar cuerpos. Busca destruir el tejido social completo de un grupo, generando un trauma que perdurará por generaciones. No se trata solo de matar, sino de aniquilar cualquier posibilidad de recuperación psicológica y social. Es un intento de asesinar el futuro mismo de una comunidad.

Los acontecimientos del 7 de octubre ilustran esta realidad con escalofriante claridad. En el kibutz Nir Oz, el 28% de los habitantes fueron asesinados o capturados. De los aproximadamente 900 atacantes de Gaza que entraron al kibutz ese día, se estima que unos 600 eran civiles sin entrenamiento militar formal ni estructura de mando clara. No actuaban bajo órdenes estrictas, sino movidos por un deseo de participación en lo que percibían como una celebración nacional, como si estuvieran ganando la Copa Mundial de Fútbol.

Reconocer el atrocidio como categoría jurídica no es un ejercicio intelectual, sino una necesidad práctica para desarrollar sistemas que detecten tempranamente estas dinámicas de violencia, establecer responsabilidades precisas y proteger a sociedades vulnerables. La comunidad internacional debe actuar con todos los medios a su disposición, no sólo para castigar a los responsables, sino para desmantelar las estructuras que hacen posible el atrocidio



El desafío es crear mecanismos que permitan establecer responsabilidades en todos los niveles: no basta con juzgar a quien decapitó a un rehén si no abordamos también a quienes crearon las condiciones para que lo hiciera, lo financiaron, lo justificaron y lo celebraron después. El atrocidio involucra una red de responsabilidades que va más allá de los ejecutores directos, incluyendo líderes, financiadores, ideólogos, propagandistas y las comunidades que normalizan la barbarie.

Estamos en una encrucijada civilizatoria. Si no reconocemos la amenaza que representa el atrocidio, corremos el riesgo de que se expanda y divida al mundo entero. Como ocurrió con el genocidio, que emergió como respuesta jurídica tras una masacre contra el pueblo judío, hoy el atrocidio surge nuevamente confrontándonos con una realidad perturbadora.

Nombrar lo innombrable es el primer paso para combatirlo. Los eventos del 7 de octubre nos muestran que existe una forma de violencia que va más allá de nuestras categorías actuales, que combina el frenesí de la crueldad con su celebración social y busca destruir toda posibilidad de recuperación para las comunidades atacadas.

La historia nos ha enseñado que ignorar el ascenso de sociedades cimentadas en la barbarie solo conduce a su expansión. Debemos entender que cuando una sociedad transforma la crueldad en virtud, ha cruzado un umbral que amenaza no solo a sus víctimas inmediatas, sino a los fundamentos mismos de nuestra civilización compartida.

Hernán Elman es abogado y licenciado en Relaciones Internacionales. Docente de Derecho Constitucional, Derecho internacional Público y Derechos Humanos, cotitular de la materia Marco Jurídico del Conflicto Árabe-Palestino-Israelí y Coordinador del Observatorio sobre la lucha contra el antisemitismo de la Facultad de Derecho de la UBA.

Las opiniones expresadas en este artículo son responsabilidad exclusiva de su autor
y no necesariamente reflejan la postura editorial de Enfoque Judío ni de sus editores.

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