BRING THEM HOME NOW

Actualidad y Cultura del Judaísmo en España

AÚN QUEDAN
28 SECUESTRADOS

Firmas

Dolor, vértigo, traición

La masacre del 7 de octubre transformó la vida de Israel y de los israelíes, pero también la de los judíos en todo el mundo. Nuestra sensación de seguridad en la Diáspora se agrietó porque Israel es la garantía última de que, pase lo que pase, no volveremos a estar desprotegidos, como tantas veces antes en la historia.

Lidia Zommer

El 7 de octubre estábamos aquí, en España, viendo las noticias como cualquier otro ciudadano. Pero no era cualquier otra guerra, ni cualquier otra masacre. Lo que ocurrió ese día en Israel no fue solo un ataque terrorista salvaje —que ya habría sido suficiente horror— sino algo mucho más profundo: un golpe brutal a la idea que muchos teníamos, casi sin darnos cuenta, de que Israel era imbatible.

Hasta ese momento, podíamos vivir con la angustia de saber que Israel siempre está en riesgo, pero también con la convicción tranquilizadora de que ese pequeño país, nacido entre cenizas y asedio, siempre iba a resistir y protegernos. Esa ilusión se hizo añicos ese día.

Y cuando se cae esa certeza, lo que se tambalea no es solo Israel. Es toda la arquitectura emocional y existencial de los judíos en el mundo. Porque Israel no es solo un Estado más; es la garantía última de que, pase lo que pase, no volveremos a estar desprotegidos, como tantas veces antes en la historia. Cuando esa garantía se agrieta, el vértigo es total.

Aquí, desde España, sentimos ese vértigo en tiempo real. El dolor por las víctimas fue inmediato, absoluto. Pero junto a ese dolor apareció otra cosa, más sutil y más duradera: la conciencia de que lo que estaba en juego era algo existencial, no solo para Israel, sino para todos nosotros.

Cuando hablamos de amenaza existencial no estamos exagerando ni dramatizando. Lo sabemos por instinto, pero también por experiencia. La historia del pueblo judío es un continuo de expulsiones, persecuciones y exterminios. Da igual los siglos que pasen o los países donde echemos raíces: esa memoria está siempre agazapada, esperando el momento de recordarnos que nunca ha desaparecido del todo.

El 7 de octubre activó esa memoria como un resorte. Las imágenes, los testimonios, los relatos de masacres casa por casa: todo eso no era nuevo. Era brutalmente actual, pero con un eco demasiado familiar. No podías evitar pensar en los pogromos, en la Shoá, en las fotos en blanco y negro que creíamos archivadas en la historia. Y de pronto, ahí estaban otra vez, en directo y en color.

Por mucho que uno viva en un país democrático y relativamente seguro como España, la sensación de vulnerabilidad se coló por las rendijas. Porque cuando Israel está amenazado en su esencia, el resto del pueblo judío lo siente como un temblor bajo los pies.

El primer dolor fue, y sigue siendo, por Israel. Por las vidas segadas, por las familias destrozadas, por un país entero que entró en shock y que, a pesar de todo, tuvo que volver a armarse para defenderse. La sensación de ataque existencial no es un titular: es literal. Y eso nos perfora aunque estemos a miles de kilómetros.

Pero enseguida llegó la segunda herida, la que sentimos aquí, en España. En cuestión de días, las comunidades judías reforzaron la seguridad en colegios y sinagogas, porque sabemos cómo funciona esta lógica retorcida: cuando Israel está bajo ataque, los judíos del mundo nos convertimos en objetivo colateral. Las redes sociales se llenaron de discursos de odio disfrazados de "crítica política", y en la calle volvieron las miradas sospechosas y los murmullos incómodos.

No es paranoia. Es historia repetida. Y eso pesa.

Lo que más sorprendió, y dolió, no fueron solo las manifestaciones antisemitas o los grafitis de siempre. Fue algo más sutil y mucho más demoledor: el silencio de amigos, colegas, conocidos. Gente con la que compartimos cafés, cenas y conversaciones profundas, y que de pronto desapareció. Ni un mensaje, ni una palabra de apoyo, ni una mínima muestra de empatía.

Y cuando alguna vez intentamos romper nosotros ese silencio, nos encontramos con frases que nos dejaron helados: "No te victimices", "no es para tanto", "la violencia siempre es culpa de ambos lados". Como si expresar dolor fuera sospechoso. Como si pedir solidaridad fuera un gesto cínico.

Ahí entendimos algo que cuesta aceptar: que, para muchos, ser judío es incómodo. Que hay heridas que prefieren no mirar. Y que, en el fondo, hay un prejuicio soterrado que aflora en cuanto la tensión sube.

Aquí llegamos al núcleo más amargo. La traición de quienes hasta hace poco parecían aliados: movimientos progresistas, feministas, organizaciones de derechos humanos que, en otros contextos, habrían sido los primeros en levantar la voz ante la barbarie.
Alejo Schapire lo expone con una lucidez quirúrgica: la izquierda que antaño defendía los principios universales ha mutado en una izquierda identitaria y relativista, donde el peso no lo tiene el acto, sino la identidad del actor y la víctima. Si eres judío, automáticamente te colocan en la casilla del opresor. Si eres Israel, todo vale en tu contra. Incluso justificar atrocidades que, si las sufriera cualquier otro pueblo, provocarían un clamor mundial.

Feministas que callan ante la violación de mujeres israelíes porque el agresor pertenece al "pueblo oprimido". Activistas de derechos humanos que miran hacia otro lado cuando los secuestrados son niños con kipá. El principio de universalidad, dinamitado por una narrativa envenenada que mide la justicia en función de la geopolítica.

Y para completar el cuadro del absurdo: mientras el progresismo woke coreaba consignas que blanqueaban a Hamás y demonizaban a Israel, te encontrabas con algo todavía más desconcertante. Políticos de ultraderecha —esos mismos que siempre habías considerado moralmente repulsivos y peligrosos— eran, en muchos casos, los únicos que defendían con claridad el derecho de Israel a protegerse. De pronto, te descubrías asintiendo ante declaraciones de personas a las que jamás habrías querido escuchar. Y ahí estaba la paradoja: los que defendían tu derecho a existir eran, a menudo, los mismos que representarían una amenaza en cualquier otro escenario.

Ese vértigo político, ese terreno movedizo donde ya no sabes quién está contigo ni por qué razones, ha sido quizá uno de los golpes más duros para quienes aún creíamos que la política podía dividirse entre causas justas e injustas con cierta claridad. Lo que quedó claro es que, cuando se trata de Israel y de los judíos, la brújula moral de muchos se rompe estrepitosamente.

Ante este panorama desolador, nos queda la comunidad. No es perfecta, ni lo ha sido nunca, pero es el único espacio donde no tenemos que explicar nada. Donde podemos desahogarnos sin pedir permiso, abrazarnos sin justificar, y soltar el miedo y la rabia sin que nadie nos mire raro.

Desde el 7 de octubre, todos —los más practicantes, los culturalmente judíos, los ateos convencidos pero judíos hasta la médula— hemos acabado sumándonos a grupos de WhatsApp con otros judíos para compartir angustias, noticias, artículos… y, sobre todo, para discutir. Porque si algo nos define es esto: tres judíos, cuatro opiniones (y si hay silencio, sospecha). La discusión no es solo un cliché; es nuestro deporte nacional, nuestra forma de existir.

Y claro, cuando la realidad es insoportable, los debates se disparan: quién es el enemigo más peligroso (siempre hay otro peor), a qué medio se le puede creer (a ninguno, pero seguimos reenviando links igual), quién la está liando más en la política israelí (competencia de alto nivel)… y la joya de la corona: pelearnos entre nosotros sobre cómo debería haberse gestionado todo. Porque sí, podemos estar al borde del colapso, pero lo de analizar, criticar y sacar teorías no nos lo quita nadie. Es agotador y sanador a la vez. Callarnos nunca ha sido una opción, y menos ahora.

Y en España, donde somos cuatro gatos, hay algo muy reconocible: el abrazo inmediato cuando descubres a otro judío. No hace falta ni conversación previa; en cuanto sabes que el otro también carga con esta mochila, las barreras se desmoronan. Un gesto sencillo pero cargado de todo: un "estamos en el mismo barco" sin palabras. Y en estos meses, ese gesto se ha vuelto casi un acto reflejo. Aunque no nos conozcamos, aunque no estemos de acuerdo en nada (lo normal), sabemos que compartimos lo esencial: la angustia, la memoria y esa terquedad inquebrantable de seguir adelante, pase lo que pase.

Para mí, ser judía es, sobre todo, la conciencia de un destino común. La comunidad no es (solo) la gente con la que comparto valores, ideologías o afinidades personales. Muchas veces, no comparto nada más que la identidad judía. Pero eso, en sí mismo, es suficiente. Porque esa identidad viene cargada de una historia, un peso, una responsabilidad y, también, una fuerza que nos arrastra y nos sostiene.

Y aquí estamos. Más cansados, más heridos, pero también más lúcidos que nunca sobre lo que significa ser judío hoy. No es solo una identidad; es una decisión. Es levantar la cabeza y decir: estamos aquí, aunque a muchos les incomode. Es entender que nuestra existencia misma es un acto de resistencia.

Israel está ahí, y su fortaleza nos da seguridad, pero nuestra capacidad de resistir no nació con Israel ni depende únicamente de él. Viene de siglos de historia, de la memoria y la convicción inquebrantable de que, pase lo que pase, no vamos a desaparecer.
Puede que el mundo siga mirándonos como una anomalía, puede que sigan poniéndonos a prueba una y otra vez. Pero hay algo que no cambia: la promesa silenciosa que nos hacemos unos a otros cada vez que nos reconocemos en una mirada, en un gesto, en una palabra compartida.

Seguiremos aquí. No por obstinación, sino porque es lo que somos. Porque es lo que siempre hemos sido.

Y porque rendirse, simplemente, no entra en nuestro vocabulario▪

Lidia Zommer es licenciada en Derecho por la Universidad de Buenos Aires y tiene un Máster en Comunicación Corporativa por la Universidad Complutense de Madrid. Vive en España desde 2002 y se dedica exclusivamente al marketing y comunicación de despachos de abogados desde "Mirada 360". 

Las opiniones expresadas en este artículo son responsabilidad exclusiva de su autor
y no necesariamente reflejan la postura editorial de Enfoque Judío ni de sus editores.

Otras firmas

Más leídas

Puede interesar...