Rodear el vacío, no el ego
El pueblo de Israel, recién salido de Egipto, se detiene en el desierto del Sinaí. Allí recibe la orden de organizar su campamento: tres tribus a cada lado del Mishkán, el Tabernáculo, ubicado en el centro. Esa carpa, núcleo del encuentro entre lo humano y lo divino, representa algo profundamente contracultural: el centro no está ocupado por el poder, ni por una persona, ni por una ideología. Está ocupado por el misterio, por un espacio que no se puede poseer.
Rambán y Sforno observan que esta estructura refleja una realidad celestial: así como los ángeles rodean el Trono de Dios, el pueblo rodea el lugar donde habita la presencia divina. La vida, según la Torá, no se organiza en torno al ego sino al propósito. Este principio, ancestral en su esencia, ha sido reinterpretado por disciplinas modernas: el marketing y la comunicación lo adoptan para construir estrategias de marcas y desarrollo personal, mientras que la psicología lo utiliza como eje para abordar crisis de identidad y conflictos emocionales. Lo que en Bamidbar es un mapa espiritual, hoy es también brújula terapéutica y parte central de la estrategia y narrativa de marca.
El valor del individuo no se pierde en el colectivo
Cada tribu tenía su lugar, su estandarte, su rol. Los levitas —único grupo sin territorio— asumían funciones específicas, cada subgrupo (Kehat, Gershón, Merari) con responsabilidades distintas en el traslado del Mishkán. Esta organización detallada no eliminaba la individualidad; la refinaba. Porque cuando uno sabe cuál es su misión, puede servir con alegría, sin compararse, sin competir.
Esto desafía dos extremos contemporáneos: por un lado, el individualismo narcisista que grita "sé tú mismo" sin anclarlo en una misión; por otro, el colectivismo moderno que exige uniformidad y diluye a la persona en nombre de la "igualdad".
Como dijo Rabí Eliézer: "Cada uno debe decir: ‘Por mí fue creado el mundo’" (Sanedrín 37a). Al mismo tiempo, Maimónides enseña que todo ser humano debe verse a sí mismo como si el mundo entero dependiera de su próximo acto (Hiljot Teshuvá 3:4). Estas dos visiones confluyen: somos únicos, pero responsables. Y este orden comunitario, basado en roles significativos, cobra nueva relevancia en un tiempo donde la tecnología redefine —y a veces borra— nuestro lugar.
IA y automatización: ¿Quién define tu lugar?
En la actualidad, el avance de la inteligencia artificial y la automatización plantea una pregunta existencial: ¿Qué hacemos los humanos que las máquinas no pueden hacer mejor? Muchos empleos desaparecen, otros se redefinen, y con ellos también se desvanece un marco de sentido para millones de personas. La pérdida de un rol claro impacta no solo en lo económico, sino en lo identitario. El psicólogo Barry Schwartz señala que cuando las personas no perciben que su trabajo tiene un impacto real, se sienten desconectadas y vacías, aunque tengan estabilidad económica.
Aquí la parashá ofrece un antídoto profundo: tu valor no depende de tu utilidad económica, sino de tu rol espiritual. Un rol que no se compra ni se delega: se descubre. Y ese descubrimiento requiere silencio, humildad y dirección, tres cosas que escasean cuando el centro de la vida es uno mismo.
Ciencia y propósito: una convergencia significativa
La ciencia actual señala que vivir con un sentido claro de propósito mejora tanto la salud mental como la física. Tener una dirección vital estable reduce el estrés, fortalece la resiliencia y favorece relaciones más sanas. Esto no es nuevo para la tradición judía: el modelo de organización que presenta la Torá en Bamidbar —cada grupo humano con su función, cada función con su centro— anticipa este descubrimiento. Donde hay propósito, hay fuerza. Donde hay sentido, florece la comunidad ▪