En una escena tan dramática como reveladora, Koraj se enfrenta a Moisés proclamando: "¡Todo el pueblo es santo! ¿Por qué os exaltáis sobre la congregación del Eterno?". La consigna suena justa, inclusiva y democrática. Pero los comentaristas clásicos, desde Rashi hasta el Ramban, advierten que el problema no estaba en el contenido del mensaje, sino en la motivación que lo impulsaba.
Koraj no quería un mundo más justo, quería el poder. Según Rashi (Números 16:1), Koraj estaba motivado por la envidia al ver que la posición de liderazgo sacerdotal fue dada a Aarón, a pesar de que él mismo provenía de una familia levítica prominente. Su crítica, aunque articulada con lenguaje igualitario, tenía como trasfondo una ambición personal disfrazada de justicia social.
Rabbi Jonathan Sacks señala que el episodio de Koraj es uno de los ejemplos más antiguos de populismo. Un discurso que se presenta como defensor de los oprimidos, pero que en realidad manipula el malestar social para escalar posiciones. No ofrece una visión clara de gobernanza ni propone un modelo de responsabilidad; simplemente impugna el orden existente bajo la bandera de la igualdad.
Este patrón se repite en el mundo contemporáneo. Líderes carismáticos capturan la atención popular con lemas que apelan a emociones legítimas: frustración, desigualdad, deseo de cambio. Pero muchas veces, lo hacen sin una estructura institucional que garantice justicia, ni un marco ético que sostenga el poder una vez conquistado. "Todos somos santos" se convierte entonces en una excusa para abolir jerarquías necesarias, desdibujar responsabilidades y concentrar poder en nombre del pueblo.
La parashá no niega que todo el pueblo tenga potencial de santidad. De hecho, toda la Torá promueve la idea de que cada individuo puede elevarse, conectar con lo divino y vivir con propósito. Pero también enseña que la santidad se construye con disciplina, compromiso y roles bien definidos. Moisés y Aarón no se autoproclamaron líderes; fueron designados tras un proceso de selección que incluyó pruebas, resistencia y constante rendición de cuentas.
Koraj no propuso una alternativa mejor, solo cuestionó la legitimidad de los que estaban al frente. Y lo hizo en un momento estratégico: justo después del episodio de los espías, cuando el pueblo estaba desmoralizado y confundido. Aprovechó la crisis para sembrar división.
Hoy también vivimos tiempos de incertidumbre. Las guerras en Ucrania y en Oriente Medio muestran cómo algunos líderes invocan la voluntad del pueblo mientras concentran poder y silencian disidencias. En democracias consolidadas como Estados Unidos, Francia o Israel, vemos cómo discursos de justicia social pueden ser usados para justificar decisiones que debilitan las instituciones.
Este fenómeno ha sido ampliamente analizado por politólogos como Yascha Mounk y Francis Fukuyama, quienes advierten que el populismo moderno socava las bases liberales del Estado de derecho al deslegitimar la mediación institucional. El malestar colectivo, alimentado por la desinformación y la polarización, es aprovechado por figuras carismáticas que, como Koraj, apelan a ideales nobles sin comprometerse con las exigencias éticas del liderazgo. No se trata de rechazar la igualdad ni la crítica, sino de evitar que se conviertan en herramientas al servicio de una ambición personal disfrazada de causa colectiva. El desafío está en ejercer un discernimiento firme, que valore la autenticidad ética por encima del carisma y que sepa reconocer cuándo una voz busca construir, y cuándo solo pretende destruir ▪