Se dice que una imagen vale más que mil palabras, pero en el caso de Gaza, lo opuesto parece ser la verdad: una imagen genera unas pocas frases y términos (generalmente menos de diez) que se ponen en bucle, repitiéndose sin censura en nuestros espacios compartidos y medios de comunicación como si fuesen pronunciadas por una única voz. "Genocidio", "estado-colonial" y "apartheid-israelí", han dominado la opinión pública, además de la declaración (injusta y grosera) de que el actual Gobierno israelí es la reencarnación del nazismo totalitario de Hitler.
Para quienes forman parte de esta "diversa multitud" de etiquetas, hay una suposición —tomada de su propio libro de recetas— que se ha vuelto popular en los últimos días, especialmente tras la viralización de una ya infame foto (comentada en Enfoque Judío por Rafaela Almeida): la idea de que Israel está llevando a cabo, de forma estratégica e intencionada, una política de hambruna contra la población palestina.

Mientras que hay ciertamente sufrimiento humano -horrible y triste, pero también de causas diversas y complejas-, proclamar que el gobierno de Israel tiene este motivo no es simplemente una falacia, sino que refleja otra manera en la que el antisemitismo se disfraza hoy. La acusación de que el judío (o el Estado judío) tiene el motivo claro y explícito de matar a niños no es nada nuevo en la historia, trágica y difícil, de nuestro pueblo. Por otra parte, la recepción y aceptación acrítica de aquella foto sugiere mucho sobre el estado de nuestras democracias liberales en Occidente hoy, y subraya lo que se privilegia con creciente intensidad y fervor. Pero, por otra parte, dicha realidad también indica por donde nos podemos navegar como comunidad judía hoy, ante una ideología antidemocrática que no muestra signos de desaceleración.
La foto de Mohamed Zakariya Ayyoub al Matouq
Se puede decir que nuestro caso de estudio empezó el pasado 25 de julio, cuando el diario The New York Times publicaba en portada una fotografía que denunciaba el hambre en Gaza: aparecía un niño de extrema delgadez en brazos de su madre. La fotografía generó una ola de reacciones emocionales y políticas en el mundo.
Sin embargo, poco después de su publicación, usuarios en redes sociales, utilizando herramientas de verificación de imágenes, revelaron que el niño no sufría desnutrición causada por la guerra porque ni tan siquiera este niño estaba en Gaza en estos momentos. Su aspecto es consecuencia de una enfermedad degenerativa. Por suerte, meses atrás se había conseguido que este niño pudiera trasladarse a Italia para recibir tratamiento médico. Con esto confirmado, se esperaba que hubiese una corrección y revisión de los hechos por parte de los medios de comunicación, tal y como hizo el New York Times. Pero la realidad no fue así.
Tuvieron que pasar cinco días para que la publicación estadounidense rectificara dicha información. Llama la atención que lo hiciera a través de la red social X, pero no a través de su perfil informativo más viral @nytimes, con 55.114.000 seguidores, sino por el corporativo @NYTimesPR, que cuenta con apenas 89.579 seguidores. Naturalmente, el impacto de la rectificación fue mucho menor que el de su portada.
¿Por qué incurre en antisemitismo la portada del NYT? Básicamente, porque se ha generado un ambiente en el cual cualquier información —sin tener en cuenta la fiabilidad de la fuente— que apoye la imagen de Israel como un agente cruel se da por buena. Esto implica que gran parte del periodismo más influyente publique cualquier información que no admitiría sin comprobarla certeramente si se atribuyera a cualquier otro país del mundo.
Otra estrategia que sigue en el periodismo mainstream a nivel mundiales mencionar mínimamente a Hamás y, cuando no queda otro remedio porque la información se ha extraído de dicha fuente, se refieren a la organización terrorista como Ministerio de Sanidad de Gaza o las autoridades gazatíes. La génesis de esta predilección, como veremos abajo, tiene una larga trayectoria en la experiencia humana.
Un breve recorrido a través de la historia
Los prejuicios judeófobos influyen en la percepción de Israel como agresor, colonizador y asesino de inocentes: desde la Edad Media, el infanticidio ha sido algo que ha construido el relato antijudío. Estas acusaciones falsas sirvieron en su momento para justificar el asalto y la destrucción de las juderías, las expulsiones masivas, las conversiones forzosas y la persecución. Esta tendencia no se acabó en la Edad Media, siguió expandiéndose durante siglos y evolucionó en la atribución de la culpa al judío, en su uso como cabeza de turco, especialmente cuando se vivían circunstancias socioeconómicas adversas. El tan reconocible libelo de sangre.
Uno de los casos más sonados y que provocó unas consecuencias más infaustas sucedió entre 1882 y 1883 en Tiszaeszlar (Hungría). La desaparición de una niña de catorce años, Eszter Solymosi, provocó la difusión del rumor falso que un grupo de judíos vinculados a la sinagoga local habían llevado a cabo un crimen ritual. Esta falsedad está relacionada con la divulgación de la calumnia que esgrimía que los judíos usaban sangre de niños para la elaboración de la matza que se consumía durante Péssah. La expansión de este libelo tiene aún más importancia si lo relacionamos con el período de Pascua y con el mito deicida, todos ellos fundamentos imprescindibles que han sostenido el antijudaísmo clásico y sus derivas antisemitas.

Como consecuencia del señalamiento de la comunidad judía como responsable de la desaparición de la niña de Tiszaeszlar se desató una oleada de violencia que justificó el antisemitismo y el surgimiento de partidos y asociaciones de esta naturaleza. Se produjeron 259 pogromos durante meses, que se saldaron con unos cien muertos, centenares de heridos, violaciones de mujeres, asaltos a casas y negocios. En este contexto y tras meses de búsqueda del cadáver, finalmente se encontraron los restos de Eszten Solymosi en el río Tisza, sin signos de violencia: La niña había caído al río y se había ahogado. Como con la foto de Mohamed Zakariya Ayyoub al Matouq, cuando se descubrió la verdad, el daño ya estaba hecho.
La culpa siguió persiguiendo a los judíos a través de sus verdugos, que usaron y usan un argumentario añejo, el mismo que sentenció –sin pruebas- a Alfred Dreyfus, por alta traición y condujo a su degradación en Francia y a la cárcel. Solo la lucha incansable de su familia, y voces valientes como la de Émile Zola, lo salvaron.
Del proceso a Dreyfus y de la expansión de los progroms antisemitas en Europa Oriental surgió el sionismo. Su ideólogo, Theodor Herzl, asistió al juicio y a la degradación de Dreyfus, quedando impactado por la falta de pruebas incriminatorias y por cómo su condición de judío alsaciano pesaba más que la verdad. Ver en primera persona esta injusticia convenció a Herzl de la importancia del derecho a la autodeterminación del pueblo judío, que es precisamente lo que significa la palabra sionismo, a pesar del empeño actual por tergiversar este término.
¿Qué implica hoy?
La imagen de Mohamed Zakariya Ayyoub al Matouq ha podido influir (o radicalizar) a miles de personas: un ejemplo macabro es el reciente artículo de El País, "La historia detrás de una foto que simboliza el hambre en Gaza: ‘La tomé mientras yo mismo pasaba hambre’", y un podcast del mismo medio bajo el título "Así ha perdido Europa el alma en Gaza", pero ha sido republicado por un sinnúmero de medios por toda Europa y América en base al original del New York Times. Lo que sugiere esta aceptación y promulgación por parte de variados medios internacionales es que los libelos de sangre no han cesado con el transcurrir de la Historia. Siempre estuvieron ahí, en la superficie de la conciencia humana, requiriendo poca excusa para salir de la cueva.

Siempre estuvieron ahí porque los seres humanos necesitamos a alguien a quien culpar y a quien dirigir sus frustraciones cuando la vida nos es intolerable, frustrante y caótica. En este sentido, el chivo expiatorio no es meramente una metáfora, sino una realidad en el sentido literal, que ha recibido una gran cantidad de forraje gracias a internet, las redes sociales y los medios de comunicación hegemónicos. Aquellos que deberían ser los más objetivos y profesionales, cubiertos con fondos públicos, caen ante esta tentación de culpar al judío y a Israel.
Quisiéramos pensar que aún importan los hechos, además de la búsqueda de la verdad, ese proceso de intercambio mutuo en el que dos opiniones (o más) trabajan conjuntamente para el bien de todos. "Estas y aquellas son palabras del Dios viviente" nos intuye nuestra tradición desde el Talmud, y con razón, pues dicha tendencia no tiene relevancia solamente en los tiempos antiguos, sino también los actuales y futuros. En un mundo perfecto, esta frase serviría como un recuerdo de que, durante los tiempos más polarizados y conflictivos, una cultura democrática tiene la obligación moral de dedicarse, siguiendo a Jonathan Sacks, al hogar que construimos juntos.
Pero hoy, nuestras sociedades en Occidente no se pueden entender dentro de estos parámetros, dado que habitamos una época en la que los hechos no conllevan el mismo respeto o significado moral, y tampoco las maneras (civiles, liberales, y basadas en el intercambio cívico) de trabajar conjuntamente. Y con ello podemos observar que la búsqueda de la "verdad" que compartimos todos no importa tampoco. En cambio, lo que se privilegia es la "verdad" que únicamente pertenece al pueblo de uno, al propio, y nunca, al del otro.
La controversia entre los rabinos Hillel y Shamai, un ejemplo de "una discusión por el bien del Cielo" es arrojada por la ventana, y en su lugar aparece una discusión, tal como nos relata Sacks en torno a la disputa de Koraj, en la que el poder, la dominación del "otro", y la victoria rigen el mundo. En este sentido, la seducción de una imagen viral es sintomática de una cultura opuesta a la "discusión por el bien del Cielo", una en la que la incivilidad se ha normalizado, y su empleo en contra del judío, valorizado como el nuevo becerro de oro de nuestros tiempos ▪
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Jordan Spencer Jacobs es doctorando en Ciencias de las Religiones, Laura Miró Bonnín, es doctora en Historia.