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Por un aplauso efímero

Los medios españoles han detectado una nueva urgencia: la del "judío bueno". Ese que ofrece redención a los que solo buscaban una coartada moral a su antisemitismo.

Masha Gabriel

Las modas informativas son como los grupos de one hit wonder: irrumpen, llenan un vacío y se esfuman dejando, con suerte, un estribillo pegadizo. En las últimas semanas, los medios españoles han detectado una nueva urgencia: la del "judío bueno". Tras meses de demonización constante, parecía necesario demostrar que no odian a los judíos por ser judíos, sino porque lo merecen. Y ahí aparece él, el judío salvador: ese que, con rostro compungido y tono grave —no siempre templado, pero sí muy consciente de su función—, acude a ofrecer redención a los que solo buscaban una coartada moral.

"No en mi nombre", proclama con dramatismo de mártir en busca de canonización. Como si Israel librara su guerra existencial para quedar bien en una tertulia universitaria. Como si cada soldado israelí se levantara por la mañana pensando en proteger la reputación de un articulista de El País o de un sociólogo de moda que firma manifiestos contra el sionismo.

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La realidad, por molesta que resulte, es otra: Israel fue atacado de forma coordinada y brutal, con más de 1200 muertos, familias torturadas, mujeres violadas y secuestrados aún en poder de Hamás, con trasfondo de amenaza existencial patrocinada por la República Islámica. Pero eso, al parecer, resulta irrelevante frente al dilema estético de quienes sienten que el conflicto los salpica. El judío virtuoso parece creer, sinceramente, que esa guerra se libra en su nombre.

Para marcar distancia, se recurre al viejo comodín, en su versión refinada: "Criticar al gobierno de Israel no es ser antisemita". Una verdad tan evidente como que el agua moja. Pero mientras nadie escribe columnas aclarando que el H2O tiene propiedades hidratantes, esta obviedad se repite una y otra vez y curiosamente, sólo con Israel. ¿Alguien ha sentido la necesidad de explicar que criticar a Pedro Sánchez no implica odiar a los españoles? ¿O que cuestionar a Trump no convierte a nadie en antiamericano?

Pero lo más llamativo es que esta lógica no opera en ambos sentidos. Nadie se preocupa por aclarar que denunciar a Hamás no significa ser anti-palestino. Que señalar que se trata de un grupo terrorista que usa civiles como escudos humanos, que desvía la ayuda humanitaria, o que lleva décadas llevando a su pueblo al abismo no equivale a oponerse a la paz.

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El pensador virtuoso, sin embargo, se guía por una lógica inversa: quien incide en la responsabilidad última de  Hamás se vuelve sospechoso. Es un ultra. Un radical. Con algo de suerte, un nazi. Solo quienes se desvinculan por completo del Israel actual, como si existiera un Israel utópico al que acceder, se elevan espiritualmente desde la contemplación impoluta y alcanzan la categoría de "razonables".

Y así surgen colectivos como champiñones tras la lluvia, y los medios los acogen con la ternura reservada a los testimonios de superación personal. Es entendible. El crecimiento del antisemitismo ha descolocado a muchos. La lluvia constante de información y desinformación contra Israel y una poderosa ola de anti occidentalismo ha llevado a un resultado de judíos acosados en universidades, agredidos en la calle, señalados en redes sociales…

Hace años, en las calles de Brooklyn, se puso de moda atacar y humillar impunemente a judíos religiosos. Como llevaban kipá y tzitzit, la agresión parecía más "aceptable". No eran "nuestros judíos". Eran otros. Los visibles. Los poco cool. Así que muchos miraron hacia otro lado. Al fin y al cabo no salpicaba. Pero eso ya no basta. Hoy no hace falta parecer judío. Ni ser religioso. Ni votar a Netanyahu. Ni siquiera ser judío. Basta con que te acusen de parecerlo.

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Y entonces, el judío bueno entra en pánico. Se activa el modo disclaimer permanente. Reniega. Se desmarca. Insiste, a cada paso, en que él no es como "ellos". Lo trágico —y lo irónico— es que muchos de los israelíes asesinados el 7 de octubre eran exactamente el tipo de judíos que el virtuoso podría haber aplaudido: activistas por la paz, voluntarios, defensores de la convivencia. Pero no tuvieron suerte. No estaban en Berlín ni hablaban en inglés académico. Estaban demasiado cerca del fuego, demasiado lejos del relato.

No se trata de huir del debate ni de ahogar los matices. Nadie pide unanimidad ni sumisión intelectual. Pero resulta llamativa —y, en cierto modo, entrañable— la necesidad de gritar su diferencia a todo el que pase por ahí. Como si no interesara tanto razonar, discutir o aportar complejidad, sino asegurarse de que los antiisraelíes de turno crean que ellos sí razonan. No es una conversación: es una puesta en escena. El mensaje no va dirigido a los suyos, sino al tribunal moral externo.

Y al final, la paradoja se impone: el judío virtuoso no consigue escapar. Su renuncia es estéril. Para conseguir el aplauso de las élites progresistas, hay que traicionar a demasiados. Y ese aplauso, cuando llega, es breve, volátil, desechable. Porque el personaje del momento, como las modas, se agota rápido y la virtud, lamentablemente, no es un chaleco antibalas.

Pero no se preocupen. No es en su nombre ▪

Las opiniones expresadas en este artículo son responsabilidad exclusiva de su autor
y no necesariamente reflejan la postura editorial de Enfoque Judío ni de sus editores.

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