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Antisemitismo autoinfligido

Escribo estas líneas desde el cobarde, pero reconfortante anonimato que permite volcar todo el hartazgo acumulado, especialmente desde el 7 de octubre de 2023. Como quien vomita lo que desde entonces no ha podido tragar. La náusea no proviene tanto del odio ajeno -que lo hay-, sino de la autocensura.

Publicado bajo anonimato

(El nombre del autor consta en Redacción)

Escribo estas líneas desde el cobarde, pero reconfortante anonimato que permite volcar todo el hartazgo acumulado, especialmente desde el 7 de octubre de 2023. Como quien vomita lo que desde entonces no ha podido tragar. La náusea no proviene tanto del odio ajeno -que lo hay-, sino de la autocensura: del silencio impostado, de fingir ser algo que no se es, de borrar deliberadamente la identidad, la nacionalidad, el lugar donde vive la familia, o de eludir temas incómodos y discusiones, sabiendo que no se saldrá bien parado.

Llevo meses queriendo escribir estas líneas a raíz de un vídeo que se hizo viral el año pasado -y que reaparece cada cierto tiempo-, y que retrata, paso a paso, la erosión y el borrado consciente de la identidad y, con ello, de la libertad. Trata sobre cómo vive la comunidad judía en Francia en tiempos de antisemitismo. Es probable que muchos de vosotros lo hayáis visto. No expone agresiones ni ataques feroces de odio antijudío, pero conmueve por mostrar ese antisemitismo perverso que uno se autoinflige para sobrevivir, o para tratar de llevar una vida lo más normal posible en los tiempos que corren.



El vídeo muestra a una familia como tantas, cuyos integrantes cambian sus apellidos Cohen en redes sociales. Una niña lamenta que ya no puede llevar su colgante con el Maguén David. Evitan decir en voz alta que van a la sinagoga cuando están en el autobús. Sacan los productos de las bolsas del supermercado kosher -claramente rotuladas en hebreo- para pasarlos a otras comunes. Se ven pintadas en una pared que señalan: "Aquí viven judíos". Cierran las cortinas al recitar el kidush al comenzar el Shabat. Una estudiante llora en la universidad por el ambiente hostil que percibe.

Y es que el peor antisemitismo no siempre se grita: a veces se respira. Especialmente en España, donde la comunidad judía es pequeña, poco visible, y ha sido ignorada o mitificada durante largo tiempo, cargada de estereotipos desde la Inquisición, pasando por el contubernio, hasta el antisemitismo moderno con ropaje antiisraelí.

Su efecto más devastador es cuando logra que la persona judía se calle, se pliegue, se borre. A esa forma silenciosa de hostilidad la llamo antisemitismo inverso. No porque se invierta el odio, sino porque opera desde el miedo anticipado de quien, sin haber sido agredido, ya se siente fuera de lugar.



¿Cuántos de vosotros habéis ocultado vuestra identidad o evitado entrar en conversaciones sobre judaísmo o Israel? ¿Cuántos de vosotros habéis escuchado frases o argumentos claramente antisemitas en España? Que levante la mano quien no lo haya hecho.

Y no me refiero a agresiones físicas, ataques en redes o discursos punibles por la ley. Eso es harina de otro costal.

Al hablarlo con amistades y colegas, me sorprenden testimonios que nunca había escuchado en España, o al menos no en décadas.

Uno de ellos escuchó, perplejo, a un padre que caminaba con su hija pequeña por un barrio del norte de Madrid. La niña preguntó: "Papá, ¿qué son los judíos?", y el padre, como si explicara de dónde vienen los bebés, respondió: "Los judíos son los responsables de todas las maldades del mundo". Tal cual.

Nunca he oído algo así. Pero sí comentarios comunes sobre lo que se supone que son los judíos, los israelíes o Netanyahu. No ha hecho falta más. He sentido en carne propia lo que implica ese clima, y cómo se reacciona para sobrevivir, incluso sin haberlo hecho antes.



Primer día de trabajo en una pequeña empresa en la capital, el lunes siguiente a Eurovisión. Nunca he ocultado quién soy, de dónde vengo ni a dónde voy. Pero en la España V2.0 del antisemitismo post 7 de octubre, ¿qué os voy a contar?. Es el primer día, se quiere causar buena impresión. No hay confianza ni margen: nadie conoce aún el mapa y no se puede esperar que reprima sus juicios sobre Israel a propósito de un festival de música. Nada más llegar, café en mano, el tema del día ya estaba sobre la mesa: Eurovisión. Había escuchado a Alsina en la radio y cruzaba los dedos para que hablaran del calor que hacía. Pero no. Algunos compañeros comentaban que les gustó la actuación de Melody, y yo, sin más, me fui al baño. No salí hasta que el café terminó y comenzamos a trabajar.

No evité la conversación por cobardía o temor al tema, sino porque no quise empezar odiando a una por antisemita, a otra por ignorante y a otro por desinformado. Evité la conversación y oculté por completo quién soy para sobrevivir, para preservar la posibilidad de seguir en el trabajo, para esquivar estigmas.

Esa tarde, cuando regresé a casa, sentí una mezcla de vergüenza y repulsión. Mi cerebro no acertaba a comprender esa disonancia entre lo que soy y siempre he defendido con orgullo, y lo que hice.

¿Cuántos de vosotros, judíos, os habéis tenido que callar en reuniones, en grupos grandes o pequeños? ¿Cuántos de vosotros, judíos, habéis evitado ser citados o etiquetados en redes o espacios profesionales? ¿Cuántos de vosotros, judíos, habéis minimizado al máximo vuestra identidad al buscar empleo? ¿Cuántos de vosotros, judíos, os habéis preguntado qué futuro les espera a vuestros hijos en las universidades españolas?



Y a esto se suma que muchos de nosotros luchamos con nuestras propias contradicciones como parte de una identidad judía, israelí y defensora de los derechos humanos. Que levante la mano quien no haya perdido amistades por el mero hecho de ser judío, o quien no pueda ni siquiera conversar sobre el conflicto de Oriente Medio en el seno de su propia familia.

El antisemitismo no siempre grita ni golpea: a veces basta con que flote en el ambiente para que quien es judío se borre antes de ser señalado. No hace falta un agresor directo; el miedo anticipado actúa por sí solo. Se esconden símbolos, se evita hablar de Israel, se silencia la identidad. No es una elección libre, sino una reacción a un entorno que empuja al silencio. No se trata de culpar a quien se esconde, sino de señalar el clima que lo obliga a hacerlo.

Por eso, cada vez escucho más cansancio entre quienes somos judíos, o quienes sienten afinidad con el judaísmo. Desean que acabe ya el conflicto en Oriente Medio, que termine la guerra, que regresen los secuestrados, que Netanyahu desaparezca del foco, y que nos dejen en paz. Que nos dejen ser judíos sin tener que pedir perdón por serlo

Las opiniones expresadas en este artículo son responsabilidad exclusiva de su autor
y no necesariamente reflejan la postura editorial de Enfoque Judío ni de sus editores.

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