Una semana después del inicio de la guerra con Irán, tras una serie de ataques iniciales que sorprendieron al mundo y una respuesta iraní que sorprendió a los propios israelíes por su capacidad destructiva, el conflicto entre las dos principales potencias militares de Oriente Medio parece entrar en un impasse. Todo a la espera de una Administración Trump que aún no decide si conviene, o no, rematar el programa nuclear iraní.
No es ninguna sorpresa que, en Israel, hubo una cierta decepción cuando Trump anunció hace unos días que se tomaría "hasta dos semanas" para decidir la posible participación de EE. UU., con el argumento de dar una oportunidad a la vía diplomática. Pero interpretar los mensajes, a veces contradictorios y a veces complementarios, del impredecible Trump es casi imposible. Lo que sí está claro es que la posible intervención en Irán ha dividido a la cúpula de su Administración y al entorno político trumpista, que le exige cumplir su promesa de "no más guerras".
La decisión final dependerá del ángulo geoestratégico de 360° desde Washington: una visión compleja y global, comparada con la más inmediata y existencial que se tiene desde Jerusalén. Esa diferencia ha causado ya múltiples tensiones entre los dos gobiernos desde el 7 de octubre, e incluso antes. Netanyahu lo dejó claro al decir que "Trump sabe de qué va el juego" y que "la decisión es suya: él hará lo que sea bueno para América, y yo lo que es bueno para Israel". El resto se dirime en conversaciones privadas que, como se vio antes del ataque israelí, nadie logra descifrar del todo. Con Trump, lo que parece, a veces no lo es.
Desde Washington, se analiza cómo afectaría la implicación estadounidense al despliegue militar en toda la región, la estabilidad de gobiernos aliados, las reacciones de Rusia y China —aliados de Irán—, el suministro global de petróleo, los mercados, una eventual ola de atentados islamistas, y desde luego, la economía estadounidense. Que Trump no busque la reelección influye, pero no define.
Frente a esa complejidad, ahora que Israel ha despejado el espacio aéreo con sus ataques, surge la oportunidad de eliminar definitivamente el programa nuclear iraní, fuente de tensión internacional desde hace 25 años. Y quizá, incluso, de acabar con el régimen teocrático chií que desde 1979 actúa como eje desestabilizador con tentáculos en todo Occidente. Los servicios británicos ya alertan sobre células durmientes en Europa, listas para activar una ola de atentados. Las protestas masivas en Occidente durante la guerra de Gaza han evidenciado el alcance de esa infiltración.
De Europa, Israel no espera ya nada. Su diplomacia, tibia o hipócrita según se mire, no actuó en 1938 y no va a actuar ahora. Cuando la amenaza es real, como ocurrió con Checoslovaquia o más recientemente con Ucrania, la vía militar se vuelve inevitable. Los últimos 20 años de negociaciones con Irán han dado resultados mediocres. Para un Israel bajo amenaza permanente, la mera posibilidad de que Teherán obtenga el arma nuclear es inaceptable.
La gran pregunta ahora es: ¿Cómo proceder tras el primer golpe? Por primera vez en décadas, Israel no combate a una organización armada terrorista con recursos limitados, sino a un Estado con poder militar real y mucho petróleo. El 13 de junio, Israel sorprendió al mundo con una ofensiva que ha destruido o dañado desde entonces instalaciones nucleares y militares, eliminado a una treintena de comandantes y científicos, desmantelado defensas aéreas, aviones y helicópteros, y neutralizado parte de las lanzaderas de misiles balísticos (las IDF afirman que dos tercios, aunque imposible saberlo con certeza). El régimen iraní está en jaque, pero lejos aún del jaque mate.
Ha quedado claro, sin embargo, que Israel no parece capaz de inutilizar Fordow, el complejo subterráneo donde aparentemente Irán guarda su uranio enriquecido, ni desactivar por completo la capacidad misilística y de drones del país, ni, mucho menos, derribar el régimen. La "puntilla", si es que está sobre la mesa, sólo puede darla EE. UU. con sus megabombas de 30.000 libras (las MOP), capaces de perforar la montaña a decenas de metros de profundidad o incluso el búnker donde se oculta Jameneí. Netanyahu dice que Israel irá a por este complejo con o sin Trump. Prefiere con él.
A esas limitaciones se sumarán, con el tiempo, los costos inherentes a toda guerra prolongada: escasez de recursos, desgaste anímico de la población, sobrecarga del presupuesto militar, fallos técnicos a 1.500 km de distancia, errores operativos, contraofensivas, y presión internacional.
Por todo ello, y mientras EE. UU. traslada tropas, aviones y barcos a la región en preparación para una intervención que puede o no llegar, Israel debe aprovechar la espera para destruir cuanto más la capacidad militar y nuclear iraní y estudiar sus próximos pasos, que deben contemplar también una desescalada ordenada. Bombardear una y otra vez los mismos blancos —como se ha hecho en ocasiones en Líbano y Gaza— no es viable en este caso. Tampoco lo es arrastrar a la sociedad y la economía israelí a una guerra sin fin: Irán tiene recursos, tiempo y aliados para resistir durante años.
La historia militar de Israel expone que se ha especializado históricamente en espectaculares comienzos. Pero sus desenlaces, políticos y diplomáticos, suelen ser menos brillantes. De hecho, la incapacidad de convertir logros militares en soluciones diplomáticas sostenibles ha sido uno de sus talones de Aquiles. Y si hay algo que siempre ha enredado a Israel es el enquistamiento prolongado de un conflicto no resuelto ▪





