En una colina que mira hacia el valle del Cedrón y el Monte de los Olivos, el Monte Sión se erige como uno de los puntos más significativos de Jerusalén. En él, el relato bíblico, la tradición judía y la memoria cristiana se entrelazan en un mismo edificio que guarda, pared con pared, dos de sus espacios más sagrados: la Tumba del Rey David y el Cenáculo.
La tumba, situada en la planta baja de este complejo de piedra, es una sala austera en la que un cenotafio cubierto por terciopelo oscuro y una inscripción en hebreo —"David, rey de Israel vive y perdura"— recuerda al monarca nacido en Belén, al que se atribuye la unificación de las tribus de Israel y el establecimiento de Jerusalén como capital. Separada por un biombo según la costumbre ortodoxa, la sala recibe por igual a hombres y mujeres que rezan ante el lugar que, desde hace al menos un milenio, es venerado como su sepulcro.
Aunque no existe una confirmación arqueológica sobre la ubicación real de su tumba, este emplazamiento fue señalado como tal en el siglo X d.C. Su importancia se acentuó entre 1948 y 1967, cuando la Ciudad Vieja estaba bajo control jordano y los judíos no podían acceder al Muro Occidental. Durante aquellos años, la tumba de David se convirtió en un centro de peregrinación, símbolo de identidad y resistencia espiritual.
Descendiente de Ruth la moabita, al rey David le atribuye la Biblia la fundación de Jerusalén y, lo que es más importante, la estirpe de la cual los profetas vaticinaron que descendería el ungido, el Mesías. Según la genealogía de Jesús (Mateo 1:1-16), José, el marido de María, de la cual nació Jesús, está en la misma línea de sucesión mesiánica, con 28 generaciones de distancia entre uno y otro.
El Cenáculo
Y justo encima de la tumba de David, una estrecha escalera conduce a otra sala cargada de significado: el Cenáculo. También conocido como el aposento alto, es el lugar donde, según la tradición cristiana, Jesús celebró la Última Cena, instituyó la Eucaristía y lavó los pies a sus discípulos la noche del Jueves Santo. En ese mismo espacio, se reunieron después los apóstoles con María, la madre de Jesús, tras la crucifixión, tal como recoge el libro de los Hechos (1:13-14).
El recinto, con sus arcos apuntados de época cruzada y vitrales de colores añadidos durante el periodo otomano, conserva una atmósfera de recogimiento. Fue parte de un monasterio franciscano hasta el siglo XVI, cuando Solimán el Magnífico lo convirtió en mezquita. Hoy, el lugar —bajo administración de Israel desde 1948— sigue siendo objeto de tensas negociaciones entre Israel y la Santa Sede para ampliar el acceso litúrgico cristiano.
Cada Jueves Santo, la sala cobra nueva vida con la procesión de los franciscanos de la Custodia de Tierra Santa, que parten desde el Santo Sepulcro hasta este lugar para celebrar la Missa in Coena Domini. Es una de las dos únicas ocasiones en el año —junto con Pentecostés— en las que se permite oficiar misa en el Cenáculo. En 2014, el papa Francisco celebró aquí una misa privada, subrayando su valor espiritual: "En el Cenáculo, Jesús resucitado, enviado por el Padre, comunicó su mismo Espíritu a los apóstoles y con esta fuerza los envió a renovar la faz de la tierra".

Brit milá junto al rey David
A pocos metros del acceso a la Tumba del Rey David, una familia judía celebra por todo lo alto un "brit milá" (circuncisión). Cánticos, dulces y danzas entremezclan lo cotidiano con lo sagrado, en un gesto que subraya la vigencia del pacto ancestral del pueblo judío con sus héroes, sus mandamientos y su memoria.
El Monte Sión es, en definitiva, un microcosmos de Jerusalén: capas de historia, conflicto y espiritualidad superpuestas en una misma piedra. Aquí, la memoria de David y la Última Cena no se oponen, sino que conviven. Quizá no exista otro lugar que refleje de manera tan clara la posibilidad —y la necesidad— del reconocimiento mutuo y del respeto entre tradiciones. ¿Puede este monte, cargado de historia y fe, convertirse también en un símbolo de encuentro duradero? ▪