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Ser "judío visible" en Barcelona

Ser judío visible no es fácil, pero es necesario. Porque si todos nos escondemos, nos despojamos de nuestros signos identitarios, al final lo que desaparecerá es el judaísmo mismo.

David Yabo

Durante mis últimos años en Barcelona tomé una decisión que, aunque sencilla en apariencia, fue profundamente significativa: empecé a llevar kipá y tzitziot de forma visible, con naturalidad, sin esconderme. No buscaba provocar, solo vivir mi judaísmo de forma plena y abierta. Lo que no imaginaba entonces era que esa elección marcaría el comienzo de una etapa de creciente hostilidad, miedo y soledad.

Desde el 7 de octubre de 2023, día en que Hamás perpetró la masacre más brutal contra judíos desde la Shoá, ser judío visible en las calles de Barcelona se volvió casi un acto de desafío. Lo que antes era alguna mirada inquisitiva o una broma ignorante, se transformó en insultos, amenazas, pintadas en mi buzón, insultos en estaciones de autobús y situaciones que rozaban lo surrealista. Llegué a ver a un vecino del barrio grabándome al entrar y salir de mi portal, a saber con qué objetivo o si propio o el de informar a terceros.

No estoy hablando de episodios puntuales ni de entornos marginales. Los insultos no venían solo de jóvenes radicalizados de origen magrebí —como muchos prefieren simplificar— sino también de ciudadanos locales, catalanes, españoles, vecinos de toda la vida. El odio no era importado: era genuinamente autóctono, aprendido en casa, heredado culturalmente.

España es, en ese sentido, un caso casi único en el mundo: un país que expulsó a sus judíos hace más de 500 años, pero que supo conservar vivo su antisemitismo… sin judíos. Una judeofobia mantenida como herencia cultural, como inercia histórica, incluso como humor televisivo. Hoy, con una comunidad judía que apenas alcanza el 0,06% de la población total, los actos antisemitas se han disparado un 327% en solo un año. ¿Cómo se explica semejante desproporción? Solo hay una respuesta: porque no es racional, es estructural.

Durante ese tiempo, presenté denuncias. Acudí a las autoridades. Y aunque reconozco que muchos miembros de los cuerpos de seguridad mostraron buena voluntad y trato correcto, la realidad es que las causas se archivaban sistemáticamente. Nada avanzaba. Nadie respondía. Nadie protegía.

Pero si algo dolía incluso más que la pasividad institucional, era el silencio —o el tono condescendiente— de algunos líderes comunitarios. Desde sus despachos, bien vestidos con traje y corbata, muchos de ellos parecían convencidos de que el antisemitismo "no era para tanto". Claro: ellos no lo vivían. Ellos no llevaban kipá. Ellos no recibían insultos en el metro ni veían su buzón vandalizado. Dudo bastante que fuesen en metro.

Ese perfil bajo, esa política del "no molestar", de no visibilizar al judío, ha sido en mi opinión uno de los grandes errores del liderazgo judío en España. Por miedo al qué dirán, por una obsesiva necesidad de agradar al entorno, muchos minimizaron o ignoraron lo que era ya evidente en la calle. El antisemitismo no se combate con diplomacia vacía ni con comunicados ambiguos: se combate con firmeza, con visibilidad, con presencia.

Yo elegí ser visible. Elegí no esconderme. Pero en Barcelona, esa visibilidad tuvo un precio. No me agredieron físicamente, pero vivía con una alerta constante. La paranoia no era imaginaria: era supervivencia. Y no era solo la mía. Muchos amigos, conocidos, miembros de la comunidad, optaron por quitarse la kipá, esconder la estrella de David o simplemente desaparecer del espacio público.

Mi caso no es único. Es parte de una tendencia más amplia que está vaciando Europa de judíos visibles. No porque nos vayamos en masa, sino porque nos volvemos invisibles. Y si no se puede vivir con dignidad siendo visible, entonces esa sociedad tiene un problema muy serio con su supuesta tolerancia.

No escribo esto desde el resentimiento, sino desde la necesidad de despertar conciencias. No podemos permitir que España, con su historia, con su pasado de expulsión y persecución, vuelva a convertirse en un lugar donde ser judío visible sea una amenaza.

A los líderes comunitarios que aún minimizan la situación, les digo: bajen a la calle. Salgan del despacho. Pónganse una kipá. Caminen por Ciutat Vella, por Sants, por el metro. Y luego hablamos.

A las instituciones del Estado: dejen de utilizar la causa "palestina" como cortina de humo para tapar la corrupción, la incompetencia y el desgaste político. Sabemos perfectamente que cuanto más radical se vuelve su discurso, más crece el odio hacia los judíos en las calles. Cuanto más compran el relato yihadista de Hamás, más legitiman el antisemitismo en los barrios. No es solidaridad: es irresponsabilidad. No es diplomacia: es combustible. Y los judíos visibles lo pagamos cada día en forma de insultos, amenazas y miedo.

Y a mis hermanos judíos que aún viven en España, les digo: ser visible no es fácil, pero es necesario. Porque si todos nos escondemos, al final lo que desaparece es el judaísmo mismo

Las opiniones expresadas en este artículo son responsabilidad exclusiva de su autor
y no necesariamente reflejan la postura editorial de Enfoque Judío ni de sus editores.

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