¿Por qué gente inteligente descarta hechos racionales cuando no coinciden con los relatos de su tribu?
¿Por qué argumentos bien documentados sobre un conflicto se ignoran, mientras se viralizan eslóganes huecos que encajan mejor con lo que "hay que pensar"?
No, no todo el mundo odia a Israel. No, no todos creen que defender su existencia equivale a justificar nada reprobable. Y lo más revelador es que cuando se puede opinar sin miedo, como en el televoto anónimo de Eurovisión, el espejismo del consenso se rompe: Israel se lleva el apoyo masivo del público, aunque en redes parezca el paria del mundo.
Piscología social
Esto no va de ideología. Va de psicología social. Y de miedo. Y de cómo la conversación política ha sido secuestrada —no solo en redes sociales—, sino también en medios afines al islamismo político, como El País, RTVE o incluso el propio Gobierno de España, donde la narrativa dominante se ha convertido en una prueba de lealtad tribal.
No hay espacio para la duda. No hay matices. Solo estás con ellos o contra ellos. Hoy, el mayor incentivo no es tener razón, sino no parecer disidente. Y eso tiene consecuencias graves para la democracia.
La comunicación política no puede seguir siendo el arte de repetir lo que los trolls quieren oír. Necesita recuperar el coraje de lo argumentado, la sofisticación de lo impopular y la fuerza de lo razonable.
En los años 50, el psicólogo Solomon Asch demostró en un experimento que muchas personas son capaces de negar lo que ven con sus propios ojos si un grupo entero afirma lo contrario. Era un ejercicio con líneas dibujadas en papel. La presión social bastaba para torcer la percepción individual.
Casi un siglo después, el experimento se repite cada día en redes sociales y medios afines al pensamiento único. Solo que ahora no se trata de líneas rectas, sino de narrativas polarizadas, etiquetas morales y cancelaciones en tiempo real. Y el resultado es el mismo: una renuncia voluntaria a la honestidad intelectual en nombre del aplauso colectivo.
La politóloga Elisabeth Noelle-Neumann lo formuló con claridad meridiana: quien percibe que su opinión es minoritaria tiende a callar. No porque se haya convencido de lo contrario, sino por miedo al aislamiento. Y cuanto más gente calla, más potente parece la opinión dominante, alimentando así un círculo vicioso donde el silencio es contagioso.
En el caso del conflicto entre Israel y Hamás, esto es evidente. Las redes, los editoriales y los portavoces institucionales se llenan de mensajes que acusan a Israel de crímenes de guerra sin base, niegan el terrorismo del 7 de octubre o justifican la existencia de túneles armados bajo hospitales y escuelas. Quien se atreve a mencionar los secuestros, las imágenes de GoPro, las violaciones documentadas, o incluso los datos demográficos que desmontan la narrativa de un supuesto exterminio, es inmediatamente etiquetado como cómplice, colonizador o peor.
Callar te convierte en cómplice
Pero luego llega Eurovisión. Y en la votación popular, anónima, Israel se lleva el máximo de puntos. ¿Qué pasó con el consenso? No existía. Era un espejismo. Lo que existía era una espiral del silencio que desapareció en cuanto desapareció el coste social de opinar.
Los líderes políticos, asesores y estrategas deberían tomar nota. En la era del algoritmo y la consigna ideológica, lo que parece mayoría no siempre lo es. Y construir discursos en función del ruido dominante es un error estratégico. Porque puede que estés ignorando a la verdadera mayoría silenciosa: esa que solo vota cuando no la gritan.
La comunicación política no puede seguir siendo el arte de repetir lo que los trolls quieren oír. Necesita recuperar el coraje de lo argumentado, la sofisticación de lo impopular y la fuerza de lo razonable. Porque, si no, seguiremos atrapados en un decorado donde todos aplauden lo que no creen, critican lo que no entienden y callan lo que piensan.
Si estás leyendo esto y alguna vez te has mordido la lengua para no meterte en líos, ya sabes de qué hablamos. Pero también sabes que no se puede construir una democracia madura sobre el silencio impuesto por la presión grupal.
No hace falta gritar. Basta con hablar claro.
Así que la próxima vez que veas cómo se impone una mentira repetida o una verdad amputada, haz de disidente lúcido. No para llevar la contraria, sino para recordarle al mundo que pensar por uno mismo no es una amenaza, sino una obligación.
Rompe la espiral del silencio. No porque seas valiente. Sino porque callar te convierte en cómplice ▪