En Basilea, en 1897, Theodor Herzl imaginó un Estado judío. No una agencia de colocación. No una oficina de favores para hijos de ministros. Si Herzl levantara la cabeza y viera en qué se ha convertido el Congreso Sionista Mundial, probablemente pediría que lo volvieran a enterrar, esta vez boca abajo, para no ver la escena.
El 39º Congreso Sionista, inaugurado esta semana en Jerusalén, debía ser una cita de consenso y renovación del movimiento que sentó las bases del Estado de Israel. El primer congreso después de la masacre del 7-O y la ola de terrible antisemitismo que agita el mundo. Casi como a finales del siglo XIX. Un momento de unidad entre los judíos de todo el planeta para salir juntos de la terrible crisis.
En cambio, acabó convertido en un espectáculo de intriga partidista y nepotismo descarado, tras conocerse que el Likud pretendía nombrar a Yair Netanyahu, el hijo del primer ministro, para un alto cargo remunerado en las llamadas Instituciones Nacionales (la Organización Sionista Mundial, la Agencia Judía, el Keren Kayemet y el Keren Hayesod). Cargo con rango de ministro, coche oficial y generosos presupuestos.

El anuncio fue tan obsceno que detuvo las votaciones después de estar ya todo acordado y dejó el Congreso paralizado. Los acuerdos entre los bloques sionistas —centroizquierda, centroderecha, religiosos y organizaciones de la diáspora— se desmoronaron en cuestión de minutos. "El colmo de la inmundicia: nombrar a Yair Netanyahu, que huyó del país durante la guerra, para un puesto senior en las instituciones sionistas", denunció uno de los delegados. La indignación fue unánime, salvo en el entorno del primer ministro, donde la defensa consistió en repetir el viejo argumento: "la izquierda también lo hace". Lo cual también es cierto.
Lo peor de todo es que no se trata de un episodio aislado, sino del síntoma de una enfermedad profunda: la colonización política de las Instituciones Nacionales, creadas antes del Estado y que hoy sobreviven como reliquias gloriosas convertidas en mecanismos de reparto y supervivencia partidaria. Herzl diseñó la Organización Sionista Mundial (OSM) para coordinar la compra de tierras, la inmigración y la construcción de una patria judía. Su espíritu era práctico y épico a la vez. Pero 128 años después, el ideal se ha diluido en una burocracia que distribuye presupuestos y sillones.
Como recordaba el periodista Itamar Eichner, de Ynet, los cuatro pilares del movimiento —la OSM, la Agencia Judía, Keren Kayemet y Keren Hayesod— fueron, durante décadas, el andamiaje moral y logístico del proyecto sionista. Sin ellos, Israel no existiría. Hoy, sin embargo, nadie sabría explicar con precisión qué hacen, ni por qué necesitan tantos directores adjuntos, asesores, chóferes y secretarias de secretarios. Funcionan como una especie de "Estado paralelo" con presupuesto de miles de millones de shékels –fruto de los réditos de fondos invertidos por los judíos de la Diáspora hace décadas y el arrendamiento de tierras del KKL- y muy poco escrutinio público.
Los delegados que aún hablan de ideología parecen hacerlo en una lengua muerta. El debate ya no es sobre qué sionismo queremos, sino sobre quién se queda con la silla vacante. Cada cinco años, el Congreso Sionista se reúne para elegir cargos, aprobar resoluciones y renovar el compromiso con el pueblo judío. En teoría. En la práctica, se ha convertido —como apuntó una veterana dirigente— en un "pulso al estilo de la Knéset: quién tiene más poder, quién escribe el relato, quién se queda con otro asiento".
Mientras el mundo judío enfrenta una ola sin precedentes de antisemitismo, y comunidades enteras luchan por mantener su identidad, los representantes del sionismo global parecen atrapados en una disputa doméstica de favores, cuotas y apariencias. Que el nombre de Yair Netanyahu haya bastado para congelar todo el Congreso es, por sí mismo, un signo de decadencia institucional.
Y no se trata de nostalgia. Se trata de dignidad. Las Instituciones Nacionales eran —y deberían seguir siendo— un puente entre Israel y la diáspora, un instrumento de cooperación, no un botín político. Su función es coordinar la ayuda, la educación judía, la aliyá, el trabajo de las comunidades en todo el mundo. Pero ese mandato se ha ido opacando bajo capas de clientelismo y complacencia. Politiqueo, que dirían, y del más morboso posible.
Que el movimiento sionista, la mayor organización transnacional del pueblo judío, se vea reducido a una lucha de egos y apellidos, debería preocuparnos a todos. No porque Yair Netanyahu sea peor que otros —seguramente hay candidatos más discretos pero igual de ineficaces—, sino porque su nominación simboliza la captura del ideal por la casta política. El sionismo de Herzl soñaba con liberar al judío de la humillación de depender del poder ajeno. Hoy parece condenado a depender del enchufe correcto.
Herzl no imaginó esto. Imaginó un movimiento en el que el mérito y la visión reemplazaran al servilismo. Un Congreso que pensara en las generaciones futuras, no en los beneficios del coche oficial. "Si lo queréis, no será una leyenda", escribió Herzl. Hoy habría que añadir: si lo queréis demasiado, puede convertirse en pesadilla.
Y para quienes crean que esta podredumbre es exclusiva de Jerusalén, basta mirar hacia la península ibérica. La Asociación Sionista Española, miembro del Congreso Mundial Sionista y desconocida para la inmensa mayoría de los judíos españoles, solo celebró elecciones libres este año después de una sentencia judicial del Tribunal Superior del Movimiento Sionista. Durante meses, su presidenta se negó no solo a convocarlas, sino a abrir los registros a nuevos afiliados de otros partidos y movimientos. Hubo que forzar el cumplimiento del reglamento judicialmente, y solo entonces las facciones sionistas españolas lograron un acuerdo que permitió enviar un delegado legítimo consensuado: Raymond Forado.
No es un escándalo con titulares, ni un caso de nepotismo internacional, pero el trasfondo es el mismo: la resistencia de las estructuras sionistas a rendir cuentas, a renovarse, a recordar para qué fueron creadas.
El sionismo no murió con la fundación del Estado de Israel; muere poco a poco cada vez que se confunde el ideal con el presupuesto. Si el Congreso Sionista Mundial quiere recuperar su razón de ser, no necesita más nombres famosos ni discursos patrióticos. Necesita una limpieza profunda, una revolución moral, una reestructuración y, quizá, una mirada a la tumba de Herzl. Porque desde ahí, sin duda, algo debe estarse moviendo ▪





