Las próximas horas, días y semanas serán cruciales. El bombardeo estadounidense de tres plantas nucleares en Irán —apenas tres días después de que Trump afirmara que aún meditaba una intervención militar— abre una ventana. De eso no hay duda. Pero se trata de una ventana que aún no muestra con claridad toda su panorámica: ¿La de una guerra con ramificaciones regionales, quizás de un cierto alcance mundial, o la de un horizonte verde y florido gracias a la caída de un régimen que lleva más de 40 años amargando la vida de los iraníes y de la comunidad internacional? No sólo a Israel, sino también a sus vecinos suníes y a gran parte de Occidente. Los atentados de Argentina en 1992 y 1994 fueron un ejemplo notorio.
El alcance y espectro de esa panorámica sólo se conocerán con el paso de los días. ¿Era Irán un farol o, como alardeaba a los cuatro vientos, una potencia militar real? Sin quitar mérito a la Inteligencia israelí, el 13 de junio, tras la primera ola de ataques, muchos nos sorprendimos al ver a un Irán apocado, con capacidad de causar daño, sí, pero un daño limitado. Un daño que Israel nunca había experimentado, pero que está lejos de ser disuasorio como el de una verdadera potencia regional.
El régimen de los ayatolás siempre ha aspirado a devolverle a Irán sus glorias pasadas, esta vez bajo la bandera del islam radical chií y su capacidad de comprar voluntades vendiendo un crudo aparentemente interminable (cuenta con la cuarta mayor reserva mundial). Su programa nuclear, con uranio enriquecido al 60 % según la OIEA, había llegado demasiado lejos, bordeando la opción militar. Su activación de proxis en toda la región para desestabilizar países y sociedades era conocida desde hacía décadas. La relación con grupos terroristas era demasiado evidente desde la masacre de Hamás del 7 de octubre. El mundo, Europa, podía seguir callando: silencio a cambio de calma. Diplomacia y diálogo, siempre que no hubiera violencia. Pero para Israel, esa opción ya no existía. La guerra abierta con Irán comenzó el 7 de octubre de 2023. No el 13 ni el 22 de junio de 2025.
Aunque parezca prepotente viniendo de un país tan pequeño como Israel —que depende en todo momento del abastecimiento militar de Estados Unidos—, ha sido Netanyahu quien puso a Trump ante la disyuntiva: seguir mirando hacia otro lado o actuar. Para ello, debía abrirle paso a los aviones americanos. Demostrarle que era posible. Ofrecerle una foto victoriosa para la historia. En términos empresariales —los que inspiran a Trump—: mostrarle al inversor que el proyecto era viable y rentable. Y llegado el momento, Trump no ha fallado a Israel. No es un hombre de hablar y hablar, de negociar sin fin, sino de cerrar contratos o abandonar la mesa.
Y aun así es muy pronto para evaluar el impacto del bombardeo estadounidense sobre Irán. Sus instalaciones están enterradas y dispersas en decenas de complejos secretos, y hacer una evaluación completa llevará tiempo. Primero vendrán las imágenes satelitales. Después, la comparación con la información previa de la Inteligencia. Luego, la recopilación de inteligencia sobre el terreno que permita contrastar el alcance del daño. Es un proceso que puede durar semanas o incluso meses. Los agentes del Mossad en Irán serán los primeros en acudir a medir el daño.
Lo que parece claro es que los bombardeos israelíes anteriores habían logrado éxitos parciales. Un exexperto de la OIEA aseguraba que los daños podían corregirse en seis a doce meses. Demasiado poco para los riesgos y costes asumidos por Israel en esta guerra. Estaba claro que, sin la intervención estadounidense, destruir el programa nuclear iraní no era imposible, pero sí mucho más complejo, costoso y prolongado en el tiempo. Israel dependía de las megabombas de 30.000 libras de EE. UU. para perforar los muros subterráneos de Fordow y Natanz. El verdadero reto era convencer a Trump.
Expertos señalan ahora que, incluso si los complejos no han sido totalmente destruidos, el daño requerirá años de reconstrucción. Y en cualquier caso, siempre es posible un "repasito", ahora que Estados Unidos ha dado el paso y se ha implicado en la guerra.
Como era de esperar, el ministro de Exteriores iraní, Abbas Araqchi, ha denunciado el ataque y, apelando a "todas las opciones" para defender su soberanía, ha advertido de "consecuencias duraderas". Una retórica de décadas que mantuvo al mundo a raya hasta que Netanyahu decidió ponerla a prueba el 13 de junio.
La panorámica de esta ventana sigue siendo opaca, pero a través de ella se distinguen hoy con bastante claridad tres cosas: la primera, que al igual que Hamás se jugó su futuro en la masacre del 7 de octubre —Sinwar conocía perfectamente el final de la barbarie—, ahora es el régimen de los ayatolás el que debe definir el suyo. Una represalia militar contra EE.UU., sea cual fuere, conducirá a una guerra mayor con consecuencias para el régimen, según advirtió el propio Trump en su rueda de prensa esta madrugada. La segunda, innegable pese a toda crítica, es que el mundo es más seguro sin un Irán nuclear. Y la tercera, que Trump (EE. UU.) ha demostrado a Israel que puede confiar en él ▪